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nº 67, noviembre 2025
Premio mención librevista de ensayo 2025
“Desde América se habla”
x Josefina Vera Hanauer[1]

¡Varón!, gritó la partera. Entre pujos, llantos (míos y del crío), miedos y ansiedades llegó mi hijo a este mundo, a uno tan convulsionado y difícil de entender como lo estaba yo en esos tiempos (¿y ahora no?). ¿Habrá estado el mundo alguna vez menos convulsionado? Escribo esto y se me viene a la mente aquella frase de Borges: “Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. (Esto a su vez me recuerda ese hábito, el de la lectura, que tanto me apasiona y para el que tan complicado me resulta encontrar los momentos, incluso hoy, doce años después que se desatara la dulce tormenta sobre mi vida).
¿Y qué decir si el hombres genérico de la frase se reemplaza por mujeres? Pero ya volveré sobre ese asunto.
Lo cierto es que en esa sala de hospital, en ese pequeñísimo punto del universo que en aquel momento representaba mi todo y por cuyos márgenes estaba la nada misma, había solo tres personas, que luego entendí que al mismo tiempo también serían una sola: mi hijo, mi madre y yo. Debí sospecharlo antes, el mismo día en que le conté del embarazo que iba a transitar en solitario, cuando me dijo “quedáte tranquila, lo vamos a tener”.
Durante todo el parto, estoica compañera, apretó mi mano con la fuerza justa y el calor necesario. De principio a fin, y a pesar de algunas complicaciones que surgieron, se mantuvo firme, activa, acariciando mi mejilla y susurrándome cosas que no recuerdo, pero que me retrotrajeron a esos llantos de mi infancia calmados con la misma ternura de su mano, tan vulnerable entonces como en ese momento.
Nunca creí en el instinto maternal, siempre me sonó a una forzada construcción mitológica para asignarnos un destino fatal, y por ende, irrenunciable, pero que Dios eligió bien a quien encomendarle esa responsabilidad biológica, no hay dudas. (¿Dios, dije? ¿Y ese lapsus?).
Vuelvo a Borges y a su frase, que si no me consuela, me aleja del dramatismo y la victimización, aunque me quite la esperanza de soñar con buenos tiempos para mi hijo. También me alivio pensando que en la desesperanza no hay dolor ni frustración, pero tampoco existe la semilla del cambio. Pensándolo mejor, no solo no me puedo permitir ser pesimista (aunque me la dejen difícil), es una obligación moral no serlo.
¿Será cómo dicen mis camaradas budistas (porque niego a Dios, pero, como todos, necesito “algo” que le de coherencia y sentido a todo esto) que modificando tu pequeña parcela, podemos cambiar el mundo? No lo creo realmente, o no más allá de su buena intención. Creo en la construcción de conciencias colectivas. Mi hijo tiene doce años y casi tantas marchas a las que acudió. La última, el 24 de marzo de este año, en Plaza de Mayo, recordando el horror que ni él ni yo vivimos durante la última dictadura militar argentina, pero que le transmití a él como mi mamá lo hizo conmigo en una especie de transferencia genética histórica.
No fue lo único que mi madre me transmitió, desde luego. Además de algunos rasgos físicos y del mal carácter, según dicen las lenguas viperinas que nos conocen a ambas, también me transmitió ser madre soltera. ¡Y ella por partida doble! ¡Y al mismo tiempo! Llegamos gemelas con mi hermana a esta vida.
En este caso el uso de la palabra transmitir no es para nada casual. Algún tiempo atrás, en una sesión de constelaciones familiares, descubrí que heredamos los hechos traumáticos de nuestros ancestros. Pautas familiares como miedos, sentimientos o conductas que se adhieren a las moléculas de ADN para formar parte de nuestro bagaje genético listo para ser enviado a la siguiente generación como quien envía un mensaje de texto. En nuestro caso, elegir como progenitores de nuestros hijos a verdaderos artistas del escapismo. No sé si esto sea verdadero a ciencia cierta, pero, nuevamente, necesito de alguna manera darle un orden al caos.
Soy una militante política, ligeramente inclinada a la izquierda y adhiero al materialismo histórico como filosofía, pero también tengo un gran apetito espiritual, preciso creer en intangibles (muchos y muy variados) más allá de toda evidencia porque no hay materia sin espíritu que la mueva.
Hace un tiempo me topé en Instagram con un video que de algún modo conjugaba estas dos cuestiones. Alguien señalaba que las mujeres tenían una tendencia abrumadoramente mayor que los hombres al pensamiento mágico: astrología, constelaciones familiares, tarot, lectura de manos, etc; las brujitas, como nos gusta llamarnos a quienes tenemos estas inquietudes. La explicación de esta tendencia era que a las mujeres, las eternas desposeídas de la historia, solo les quedó aferrarse al pensamiento mágico para, al menos, tener la falsa sensación de controlar algo de sus vidas.
Hay algo de cierto, para no decir todo, en esta interpretación en clave feminista.
¿Qué controlamos realmente las mujeres, incluso en estos tiempos de tantos avances?
El poder económico, político y simbólico sigue siendo masculino. Dentro de las gentiles concesiones que nos han dado ─producto de las luchas por la igualdad─ está la salida masiva de la mujer al mercado laboral. La independencia económica de la mujer es condición sine qua non para la igualdad y la soberanía en la gestión de nuestras propias vidas, pero en muchos casos, el mío, el de varias de mis amigas y tantas otras mujeres, presupone un aumento de la carga diaria. En Argentina, el 12% de los hogares con presencia de menores de edad son monoparentales. De ellos, el 80% se sostiene sobre las espaldas de una mujer y el 53,5% y el 15,3% de estos hogares son pobres e indigentes respectivamente[2] . Es decir, además del aumento de las labores diarias, en ocasiones con la asistencia de algún familiar ─generalmente otras mujeres─ o alguna trabajadora doméstica, el femenino es un género particularmente pauperizado.
Sobre las mujeres recaen principalmente los trabajos de cuidado, que suelen ser los peores pagos, o a tiempo parcial, lo que agudiza su situación apremiante en un país donde el costo de vida solo sabe encarecerse.
Hay quienes dicen que las mujeres venimos diseñadas evolutivamente para las tareas de cuidados y los hombres tienen cerebros modelados por la evolución para trabajos con objetos y sistematizaciones (abstracciones): mecánicos, electricistas, ingenieros, físicos, matemáticos, filósofos, inventores, pilotos de avión, economistas, etc.[3] . Rechazo esa tesis y la veo como una superestructura cultural ad hoc destinada a justificar nuestro rol subalterno, lejos de la participación activa y del reconocimiento real de nuestro aporte.
Ya lo decía Silvia Federici, luego de una participación activa de la mujer en el ámbito laboral durante los albores de la primera revolución industrial, se instauraron leyes que las confinaron en sus casas. La razón, la enfermedad y muerte prematuras de los obreros y niños, que también trabajaban. La conclusión, necesitaban cuidadoras.
Así, la mujer se ocupó históricamente de la reproducción (cuidar y alimentar al extenuado trabajador al final de su jornada) y la producción (regar de vástagos el mundo) de la mano de obra[4] Fuimos (y seguimos siendo) las metalúrgicas del cuerpo social que reparaban y construían los engranajes que permitieron que la maquinaria siguiera funcionando.
El efecto de estas reformas fue la creación de la institución del ama de casa a tiempo completo, visto desde finales del siglo XIX hasta las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX como el rol natural que debía cumplir la mujer.
¿Pero cómo convencer a la mujer de volver a su hogar a trabajar sin remuneración y retornar a la dependencia masculina? Federici lo explica:
“(...) una mano de obra más productiva que requiriese que se instituyera una separación neta entre el ama de casa y la prostituta. Los defensores de la reforma reconocían que no iba a ser fácil convencer a las mujeres de que se quedaran en casa para trabajar gratis, cuando sus propias amigas y hermanas ganaban más y trabajaban menos vendiendo servicios sexuales en las calles”[5] .
La estrategia para la aceptación del trabajo doméstico no remunerado fue dividir a las mujeres entre buenas y malas, entre laboriosas/abnegadas y putas derrochadoras. La respetabilidad, consagrada por la moral victoriana, pasó a ser la posesión más valiosa de quienes no tenían más que trabajar en sus casas con un horario sin límites a cambio de nada. Las respetables de ayer somos las brujitas de hoy.
En 2020 se sancionó en Argentina la ley de interrupción voluntaria del embarazo, un gran logro del movimiento feminista que tanto se hizo esperar. Pero los climas de época hoy en día cambian a la misma velocidad en que se transmiten los datos por los medios digitales. El Presidente Javier Milei, quejándose de las bajas tasas de natalidad que muestra el país, responsabilizó a las mujeres por la sanción de esa ley ─cuya derogación ha sugerido─, causa, según su entender, del despoblamiento de la patria. No encuentro ejemplo más poderoso de la visión instrumental de nuestros úteros para fines alienados de la causa por la construcción de nuestras propias vidas en base a nuestros propios deseos. Responsabilizar y castigar pareciera ser el nuevo dogma desde el panóptico fálico de la masculinidad que ─todavía─ ejerce el control.
Cada vez que logro aislar la cacofonía cotidiana que suena a mi alrededor, paro la oreja y escucho sonar la misma melodía cuya partitura está siempre escrita por hombres. Alguien dirá (y me lo han dicho), “ustedes con esto del feminismo están en una cajita de cristal, ya no se les puede decir nada”. Y en algo no falla: el material de construcción de ciertos lugares que habitamos. Techos y paredes de cristal nos rodean y son un freno para nuestro desarrollo laboral y educativo. La existencia translúcida de estas barreras, sumada a algunas conquistas políticas históricamente recientes, es lo que le hace suponer a algunas miradas distraídas que vivimos el sumun de la igualdad. Baste cualquier testimonio cercano para refutar con la empiria más cruda semejantes arrojos.
Veintiséis años y catorce materias aprobadas de la carrera de ciencias políticas atestiguaron la llegada de mi retoño. La cantidad de años, desde entonces, se ha ido acumulando impiadosamente sobre mí, pero no así la cantidad de materias que esperan mansas que algún día desempolve los apuntes que todavía guardo en la casa de mi madre. Trabajar y maternar sin la ayuda económica ni de cuidados del progenitor de mi hijo son incompatibles con cursar y aprobar materias, al menos, a un ritmo decente.
Por eso me parece injuriante el mote de egoístas para las mujeres del movimiento NoMO ─No Mother─. Se las acusa de pensar en ellas a la hora de su elección, priorizando profesiones, viajes, vidas en pareja, etc., como si decidir continuar con un embarazo no requiriese pensar en una misma (¡y vaya que hay pensárselo!) Creer lo contrario es poner a la mujer bajo la lumbre de una inteligencia superior que ya decidió por ellas desde el comienzo y les asignó la sagrada misión de traer vida. La decisión, históricamente hablando, de reducir el rol de la mujer a procreadoras y criadoras ha sido tomada por terceros, sí, pero de manera más prosaica.
No puedo dejar de matizar la candorosa versión de la libre determinación de toda mujer en su planificación familiar que se puede deslizar de las líneas anteriores. Pertenezco a una clase media ─coqueteando con la clase media baja al galope de las inestabilidades económicas de mi país─ y pude haber tenido acceso a procedimientos de interrupción del embarazo bajo medidas de salubridad, procedimientos a los que, tiempo atrás, las mujeres de los estratos más humildes no podían acceder sin correr riesgo de vida. Toda mujer sufre desigualdad, pero hay mujeres más desiguales que otras, podría decir Orwell en una reversión de su frase en clave de interseccionalidad.
Por esto me interesa la política y participo todo lo activamente que puedo. Porque pienso en conjunto. Porque con los otros, en comunidad, delineamos los contornos de nuestra propia identidad individual. Y porque si me reflejo en los otros, sus dolencias son las mías. Sin los otros somos poco más que nada.
En estos tiempos de individualismo exacerbado, pensar de este modo es revolucionario. Tiempos de modelado social algorítmico que fabrica burbujas cognitivas para aislarnos y aturdirnos en los que parece cada vez más difícil comunicarse con los otros y tejer redes sociales, de las que importan.
¿Cómo hacer que las pantallas no introduzcan a niños y adolescentes en el consumismo, el sexismo, la violencia, la banalidad, la ansiedad e irritabilidad, la baja autoestima, el bajo rendimiento escolar o los trastornos de la conducta alimentaria? ¡Prohibiéndoselas! Gran idea, jamás se me habría ocurrido. Lo intento, se los aseguro, pero se dice fácil.
Como a tantas mujeres, salir de nuestros trabajos nos implica entrar sin escalas en el otro, el doméstico. Que comprar, que cocinar, que responder e-mails laborales a deshora, que lavar los platos, que disponerme a reponer energías para repetir el ciclo al día siguiente.
En la práctica resulta imposible que en todo ese rato mi hijo no agarre mi celular y se ponga a navegar por internet. Mientras revuelvo con el cucharón de madera una salsa fileto que se cocina lento y rompe en hervor el agua que espera por una pasta seca, espío qué está mirando. Mi mayor temor es que los antojos de los algoritmos lo lleven a canales de Youtube de apologistas de las peores ideas de extrema derecha, como la misoginia, entre otras, y que tienen un alarmante éxito entre los adolescentes y los jóvenes. Por el momento no. Mira videos de cocina y de fútbol.
Está entrando en la etapa del desafío de la autoridad. Precisamente, en este momento de nuestras vidas me crucé con la serie Adolescencia. Si de un tema habla la serie, creo, es de la crisis de autoridad de los adultos. Etimológicamente educare significa, entre otras cosas, guiar, conducir. Quizá, el problema de este tiempo es que los adultos ya no guían a los jóvenes. Ellos, por otro lado, necesitan descubrir de qué se trata el mundo en el que han sido arrojados y lo hacen por su cuenta, entre sí, a tientas, con la lógica de las redes sociales como mediadora, atravesando el campo minado que es la vida sin poder evitar que les exploten los peligros de siempre más los actuales: el grooming, la exacerbación de la crueldad amparada por las pantallas, el ciberacoso, el debilitamiento de las interacciones reales, el aislamiento o la depresión.
Resulta imperioso seguir avivando la llama del despertar de las conciencias y correr el velo a través del cual se perciben los contornos de lo existente en esta sociedad capitalista y patriarcal con todos sus dispositivos, actuales y por venir, en pleno funcionamiento.
Y aquí estoy, como tantas mujeres, criando un hijo, soltera, pero no en solitario.
Tejiendo redes, construyendo comunidades con otras madres, tribus, como nos gusta decir a nosotras. Nos hermana la acción y el pensamiento. Aquella confluencia que deriva de un deseo: dejar plantada esa semilla de rebeldía para que a nuestros hijos le toquen, como a todos los hombres (y mujeres, desde ya), mejores tiempos en que vivir. ║
Palabras clave:
Josefina Vera Hanauer
Premio 2025
Concurso 2025
Maternar
Feminismo
[1]
Soy Josefina, porteña, del barrio de Saavedra y tengo 37 años. Soy empleada y además trabajo como consultora psicológica. Curiosa por naturaleza, trato de leer cuanto puedo, en especial ensayos, de diversas temáticas, porque permiten la reflexión serena de temas importantes; por eso me interesó tanto participar en esta convocatoria de Librevista. Admiro a quienes pueden plasmar en palabras sus pensamientos y sentimientos. Espero haber podido hacerlo, contando un poco de mi historia que gira en torno a lo más importante que tengo, mi hijo y su crianza que es la mejor manera de cambiar el futuro cómo dice cierto poema:
Tú eres el arco sobre el cual tus hijos como flechas vivas serán lanzados.
Instagram: https://www.instagram.com/josefhanauer?igsh=MTJzYXM2NGN2bW95YQ==
[2] https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/boletin_de_pobreza_3_s2_2021.pdf (noviembre 2025)
[3] Roxana Kreimer, El patriarcado no existe más.
[4] Silvia Federici, El patriarcado del salario
[5] Ibidem
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