www.librevista.com
nº 66, noviembre 2025
Premio librevista de ensayo 2025
“Desde América se habla”
x Fabricio Lobaton[1]

La cholita paceña —esa mujer indígena aymara reconocible por sus amplias polleras, trenzas negras y bombín— ha transitado un largo camino de invisibilidad y marginación hacia convertirse en ícono de orgullo cultural. Históricamente, el término chola fue peyorativo en la colonia para referirse a mujeres indígenas o mestizas con rasgos “inferiores”. Durante siglos las cholitas fueron relegadas a los márgenes: no podían usar espacios públicos centrales, viajar en transporte normal ni desarrollarse profesionalmente. La BBC recuerda que hasta las décadas recientes se les baneaba de restaurantes, taxis o plazas históricas; Carmen Mamani, florista del mercado, cuenta cómo de niñas les gritaban “¡Chola, no, no!” cuando intentaban entrar a ciertos lugares. Sin embargo, en los últimos años esta situación ha cambiado radicalmente. Con la llegada al poder de Evo Morales en 2006, la “imagen de la cholita” comenzó a revalorizarse: dejó de simbolizar pobreza o servidumbre para devenir estandarte de empoderamiento.

Ilustración de Flavia Mauro, @flaviamauro77
Hoy las mujeres de pollera están en la política, los medios y los negocios; incluso un dicho popular alude a la burguesía cholita surgida del boom económico y político de las últimas décadas. Como señala un artículo boliviano, la chola paceña “se ha convertido en un ícono de resistencia cultural y empoderamiento femenino”. Esto se refleja en la pasarela: las cholitas desfilan orgullosas sus polleras en eventos como la Semana de la Moda de Nueva York, gracias al trabajo de diseñadoras indígenas como Eliana Paco, invitada oficial en 2016. El investigador Delphine Blast documenta incluso una “escuela de modelaje” para cholitas en La Paz, donde aprenden a lucir la pollera con elegancia y confianza.
No obstante, este auge identitario convive con otro fenómeno complejo: la apropiación y mercantilización de la imagen cholita por parte de industrias externas. En términos críticos, se habla de un extractivismo visual-cultural cuando los rasgos identitarios de un pueblo son extraídos como materia prima para consumo turístico y mediático. Así como los recursos naturales se explotan sin reinvertir en las comunidades, las imágenes de las cholitas circulan como producto sin devolver el control simbólico a sus dueñas. Como advierte la antropología visual, muchas colecciones de fotos históricas participan de un colonialismo extractivo al commodificar territorios y conocimientos locales, excluyendo las voces propias y rompiendo relaciones indígenas con su cultura. En la práctica, esto sucede cuando la vestimenta coreográfica cholita —antes señal de discriminación— se exhibe como simple “foto exótica” para turistas, en pasarelas internacionales o campañas publicitarias ajenas.
La historia de la representación de la chola ilustra bien esta ambivalencia. En el siglo XIX y buena parte del XX las cholitas eran sinónimo de pobreza rural; su atuendo se asociaba con servidumbre. A partir de mediados del siglo XX, movimientos indígenas y de mujeres iniciaron la resemantización de la imagen, reclaman sus derechos y llevan polleras a marchas y universidades. Con Evo Morales las barreras formales cayeron: hoy es normal ver cholitas en ministerios, la TV y espacios públicos. Gracias a su creciente poder adquisitivo han podido convertir en alto símbolo el atuendo tradicional: como cuenta la líder cholita Rosario Aguilar, el poncho y la pollera dejaron de ser ropa campesina para convertirse en un fenómeno de “alta moda”, llevado incluso por mujeres no indígenas en ocasiones especiales.
Por otro lado, la discriminación sigue presente en la vida diaria. Aunque los grandes escenarios hayan abierto sus puertas, muchas cholitas todavía reportan el peso de los prejuicios. Carmen Mamani ilustra este contraste: “Antes nos decían ‘¡chola no!’ cuando queríamos entrar a esos lugares –dice–; ahora ya podemos caminar donde queramos, con más confianza”. Así, conviven avances formales (representación política, emprendimientos propios) con dinámicas sociales de racismo y clasismo subyacente. Es en este contexto de tensiones que surge la figura de la cholita como objeto de fascinación global.
En las últimas dos décadas han florecido casos concretos de visibilización creativa que ilustran bien ambos polos del fenómeno. Uno es la lucha libre de cholitas en El Alto. Este espectáculo comenzó en 2002 como una inclusión de mujeres en carteles de wrestling y rápidamente ganó fama. Las luchadoras visten la pollera tradicional y desmienten estereotipos: entrenan duro y realizan acrobacias, combinando la teatralidad de la lucha libre con sus trajes coloridos. Se cita que “se hizo exhibir por primera vez en el Coliseo Multifuncional de El Alto” a principios de siglo. Más allá del folklore, las cholitas luchadoras se han convertido en atracción turística: extranjeros pagan por verlas combatir y hasta acuden en masa a estadios locales. Sin embargo, el interés foráneo también plantea preguntas: ¿quién gana con este show? Las luchadoras suelen ser ellas mismas dueñas de sus luchas, pero el marketing que hay alrededor —revistas de viajes, agencias de tours que las incluyen— genera ganancias que casi nunca revierten en las comunidades, reproduciendo así un extractivismo donde la identidad cholita es vendida como mercancía exótica.
Otro caso destacado son las cholitas escaladoras, un grupo de mujeres aymaras de El Alto que desde 2015 desafía montañas en pollera y bombín. Guiadas por Lidia Huayllas y otros líderes locales, partieron llevando víveres a campamentos y poco a poco decidieron subir cumbres por derecho propio. En 2019 alcanzaron la cima del Aconcagua, la primera vez que indígenas aymaras lo lograban. Ellas mismas explican con orgullo que para hacer cumbres “no hemos dejado nuestra vestimenta porque es lo que siempre nos ha caracterizado… Hemos demostrado que las señoras de pollera, las cholitas, sí pueden subir con su propia ropa”. Con cada cima, estas escaladoras ganan renombre internacional y atraen turismo de aventura: medios extranjeros hacen reportajes sobre sus expediciones, y también dependen económicamente de guías extranjeros y del turismo de montaña. El derretimiento de los glaciares —una consecuencia del cambio climático— ya afecta sus ingresos: antes de cada ascenso escuchaban el crujido de la nieve bajo sus crampones, hoy solo oyen el agua correr bajo los pies. Menos hielo ha significado menos turistas dispuestos a pagar por la experiencia, poniendo en riesgo su sustento. Así, las cholitas escaladoras convierten la lucha por preservar el Altoandino en una expresión tangible de extractivismo: ahora no se lleva minerales, sino la actividad económica de estas mujeres.
En la industria de la moda y la fotografía global también florece el interés por las cholitas. Diseñadores no indígenas presentan colecciones inspiradas en la pollera y el bombín. Por ejemplo, en 2016 la diseñadora paceña Eliana Paco fue invitada a NY Fashion Week para llevar el colorido “estilo cholita” a las pasarelas internacionales. Empresas de moda usan tipografías que remiten al folklore altiplánico, e incluso grandes casas de alta costura han reinterpretado elementos andinos. Los medios de moda celebran el look cholita como “femenino y rebelde”. Sin embargo, esta veneración estética suele estar divorciada del significado social original. En un estudio sobre extractivismo cultural se subraya que las imágenes folklóricas se incorporan a narrativas dominantes, “excluyendo el conocimiento local” y vaciando el sentido de empoderamiento (similar a commodities). En revistas fotográficas y exposiciones, fotógrafas como Delphine Blast han retratado cholitas de pollera con filtros casi glamour, recibiendo críticas por presentar a estas mujeres como meros personajes estilizados.
Desde la perspectiva de sus propias voces, las cholitas cuentan cómo negocian estos cambios. Carmen Mamani celebra en su testimonio la mayor libertad social, pero otros matizan: muchas todavía dependen de trabajos precarios. Lidia Huayllas señala con resignación que el “deshielo es muy notorio” en los Andes, recordando que un secuestro económico sutil está en marcha con el cambio climático. Mientras tanto, las líderes del movimiento mantienen que la pollera es un derecho y una muestra de dignidad: hablan abiertamente sobre negociar contratos turísticos justos o rechazar propuestas fotográficas que las cosifiquen. Varias luchadoras del ring explican en entrevistas que hacer strip-tease de polleras para el público es solo teatro profesional, pero que fuera del show buscan un salario digno, pues “somos fuertes y luchadoras, nada se nos resiste”, como afirma Ángela, una de ellas. Las escaladoras, por su parte, comentan que aceptan ayuda externa pero insisten en mantener la pollera como uniforme de identidad en cada expedición.
En las redes sociales el fenómeno se expande aún más rápido. Instagram o Pinterest están llenos de imágenes etiquetadas con #cholita, #cholitasluchadoras, #bolivia, etc. Turistas y consumidores globales suben fotos de cholitas con turistas, chinos tomando selfies con ellas o ilustraciones de cholitas estilizadas. Esto ha generado debates: algunos cholitas jóvenes ven en ello una difusión positiva de su cultura, mientras otros critican el “fetichismo” digital. Una controversia notable fue cuando la edición boliviana de la revista Elle publicó un artículo fotográfico que muchos consideraron insensible, pues mostraba a cholitas en poses de moda sin contexto crítico. El incidente desató protestas en redes: activistas denunciaron la exotización y exigieron respeto hacia la identidad indígena.
En el plano económico y simbólico, la imagen de las cholitas es ya una forma de capital. Por un lado, las propias comunidades comercian con esta identidad: talleres de tejido, venta de polleras y recuerdos, presentaciones en festivales y medios de comunicación. Un reportaje de El Diario destaca cómo muchas cholitas participan activamente en el turismo local —ofreciendo talleres de danza, gastronomía y vestimenta tradicional— contribuyendo a valorizar su cultura. En ese sentido, parte de la economía derivada (billetes, contratos de moda, publicaciones) fluye hacia manos indígenas, fortaleciendo redes comunitarias. Por otro lado, gran parte del beneficio económico termina en agencias extranjeras: turistas extranjeros pagan excursiones para ver luchadoras o escaladoras, y esas agencias retienen la mayor parte del ingreso. Igualmente, las fotos de cholitas apareciendo en suplementos de viajes, calendarios o campañas publicitarias globales generan ganancias que rara vez se redistribuyen localmente. Este circuito reproduce un capital simbólico asimétrico: el mundo obtiene prestigio (moda “étnica”, turismo exótico, “contenido diverso”), mientras que las cholitas reciben a menudo un reconocimiento meramente superficial. Se pierde así el control sobre su propia imagen: la cholita se convierte en ícono visual global, pero muchas veces descabezado de su protesta y agencia originales.
Desde un enfoque transdisciplinar de feminismo decolonial y antropología crítica, el caso de las cholitas ilustra bien la tensión entre subalternidad y visibilidad. Mientras la “política de la imagen” les abre nuevos espacios de representación, la sociedad capitalista global tiende a consumar la fetichización de sus cuerpos/ropajes. Vemos aquí cómo “lo visual” actúa como recurso: se extraen símbolos para llenar galerías de arte, pasarelas y feeds digitales, sin verdaderamente transformar las relaciones de poder subyacentes.
En síntesis, la trayectoria de las cholitas bolivianas es hoy doble: por un lado, personifican la resistencia identitaria y el auge político indígena de Bolivia, imponiendo su voz y estilo con orgullo. Por otro lado, su imagen circula dentro de dinámicas de extractivismo cultural, donde la revalorización superficial convive con peligrosas dinámicas de mercantilización. El reto para las propias cholitas y sus aliadas es preservar su agencia: exigir que su participación en el turismo y el arte sea justa y consciente, y que la “alta demanda visual” de su identidad no sea solo un espejismo que las deja donde estaban. Solo así la pollera podrá seguir siendo, no un traje de escenario vacío, sino una munición simbólica en su lucha por equidad y reconocimiento verdadero.║
Palabras clave:
Fabricio Lobaton
Premio 2025
Concurso 2025
Cholas
Extraccion cultural
[1] Soy un cineasta frustrado de Cochabamba que descubrió que las imágenes que no pude filmar encontraban mejor forma en las palabras. Ahora me dedico a escribir sobre crítica cultural, a desmontar los relatos que construyen nuestra experiencia cotidiana, a rastrear los códigos ocultos en lo que damos por obvio. La escritura en todas sus expresiones me obsesiona: la dramaturgia, el ensayo, el periodismo cultural, los márgenes donde las historias se resquebrajan. Creo que la comunicación nunca es neutral; siempre hay política de por medio. Actualmente me encuentro en Quito, Ecuador, cursando una maestría en Comunicación Política, donde confirmo lo que ya intuía: que toda narrativa es un acto de poder. Fiel devoto de Barthes y Baudrillard, aunque no siempre en ese orden. Sigo buscando esos espacios donde la cultura se quiebra y revela lo que pretendía esconder.
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