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nº 64, junio 2025

Camus le habla al siglo 21

x Albert Camus

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El pensamiento de Albert Camus está para ser leído hoy.
Quien recorra estos breves textos de un escritor “muy implicado en el movimiento de ideas de su tiempo” como se autodefinió, verá que sus ideas vuelan hasta aquí para seguir en lo suyo.
Aquí habla del diálogo para el diálogo, de resistencia incondicional “ante las locuras que nos proponen”, el poder, la pluralidad de posturas, del soñador que no le gusta ser asesino, la violencia necesaria e injustificable, de dar cuando se puede y no odiar si se puede, acerca de los combatientes serios, la memoria, de para qué están los escritores, las tiranías, su admiración por Dostoievski y mucho más.
Al final, una carta que escribe a su maestro escolar de Argelia Germain Louis poco después de recibir el Nobel, y una carta de Germain Louis a su alumno pintándolo como un maestro puede hacer.
Otros escritos de Albert Camus publicados en librevista:
Ni víctimas ni verdugos[1]. Las traducciones son de originales, en castellano de uso americano.
(Nota de librevista).

 

Hay que llamar criminal a quien es criminal
A.C.

Diálogo para el diálogo[2]

 

—El futuro es muy sombrío.
—¿Por qué? No hay nada que temer, puesto que ahora estamos viviendo con lo peor. Por lo tanto, sólo hay razones para esperar, y para luchar.
—¿Con quién?
—Por la paz.
—¿Pacifista incondicional?
—Hasta nueva orden, resistente incondicional ante todas las locuras que nos proponen.
—En suma, como se dice, ¿no se alinea con estas cosas?
—No con éstas.
—Eso no es demasiado cómodo.
—No. He intentado lealmente estarlo. ¡Pero tuve que ponerme serio! Y después me resigné; hay que llamar criminal a quien es criminal.
Estoy en otra cosa.
—¿El no integral?
—El sí integral. Naturalmente, hay gente más prudente, que intenta
arreglárselas con lo que hay. No tengo nada en su contra.
—¿Entonces?
—Entonces estoy a favor de la pluralidad de posturas. ¿Se puede hacer el partido de los que no están seguros de tener razón? Ése sería el mío. En cualquier caso, no insulto a los que no están conmigo. Es mi única originalidad.
—¿Puede ser más preciso?
—Seré más preciso. Los gobernantes actuales, rusos, norteamericanos y a veces europeos, son criminales de guerra, según la definición del tribunal de Núremberg. Todas las políticas interiores que los apoyan de una manera o de otra, todas las iglesias, espirituales o no, que no denuncian el engaño del que el mundo es víctima, participan en esta culpabilidad.
—¿Qué engaño?
—El que quiere hacernos creer que la política de poder, sea la que sea, puede conducirnos a una sociedad mejor en la que se haga realidad la liberación social. La política de poder significa la preparación para la guerra. La preparación para la guerra y, con mayor razón, la propia guerra, justamente hacen imposible esta liberación social. No tiene más que mirar a su alrededor. La liberación social y la dignidad obrera dependen estrechamente de la creación de un orden internacional. La única cuestión es saber si se llevará a cabo a través de la guerra o a través de la paz. A propósito de esta elección, debemos unirnos o separarnos. Todas las demás elecciones me pareces fútiles.
—¿Qué ha elegido usted?
—Yo apuesto por la paz. Soy optimista. Pero hay que hacer algo para
conseguirla y eso será duro. Ahí soy pesimista. En cualquier caso, hoy sólo cuentan con mi adhesión los movimientos por la paz que intentan desarrollarse en el ámbito internacional. En ellos se encuentran los auténticos realistas. Y estoy con ellos.
—¿Pensó en Múnich?
—Sí, pensé. Los hombres que conozco no comprarán la paz a cualquier precio. Pero en consideración al mal humor que acompaña a cualquier preparación para la guerra y a los desastres inimaginables que comportaría una nueva guerra, estiman que no se puede renunciar a la paz sin haber agotado todas las posibilidades. Además, Múnich ya se ha firmado, y dos veces. En Yalta y en Potsdam. Lo han firmado los mismos que hoy están decididos a luchar. No somos nosotros los que hemos entregado a los liberales, los socialistas y los anarquistas de las democracias populares del Este a los tribunales soviéticos. No somos nosotros los que hemos colgado a Petkov. Son los signatarios de pactos que acordaban el reparto del mundo.
—Esos mismos hombres le acusan de ser un soñador.
—Se necesitan. Personalmente, yo aceptaría ese papel, no me gusta el oficio de asesino.
—Le dirán que también se necesitan.
—No faltan candidatos para eso. Musculosos, al parecer. Así que se puede dividir el trabajo.
—¿Es eso la no violencia?
—Me atribuyen esta actitud, en efecto. Pero es para poder refutarla mejor. Así que me repetiré. No pienso que haya que responder a los golpes con la bendición. Creo que la violencia es inevitable. Los años de ocupación me lo han enseñado. Por lo tanto, no diré que hay que suprimir todo tipo de violencia, eso no sería deseable, sino utópico, en efecto. Solamente digo que hay que rechazar cualquier legitimación de la violencia. Es a la vez necesaria e injustificable. Así pues, creo que hay que conservarle su carácter excepcional, precisamente, y encerrarla dentro de los límites que se pueda. Eso representa que no hay que darle significados legales o filosóficos.
No predico pues la no violencia, por desgracia sé que es imposible, ni,
como dicen los bromistas, la santidad. Me conozco demasiado para creer en la virtud pura. Pero en un mundo que se esfuerza por justificar el terror con argumentos opuestos, pienso que es necesario aportar una limitación a la violencia, arrinconarla en ciertos sectores para impedir que llegue hasta el final de su furor. Me horroriza la violencia cómoda. Es un poco fácil matar en nombre de la ley o de la doctrina. Me horrorizan los jueces que no hacen el trabajo ellos mismos, como
tantas de nuestras buenas mentes.
—¿Conclusión?
—Los hombres de los que hablo, al mismo tiempo que trabajan por la paz, deberían intentar aprobar, internacionalmente, un código que precisara estas limitaciones de la violencia: supresión de la pena de muerte, denuncia de las condenas cuya duración no se precisa, de la retroactividad de las leyes y del sistema de los campos de concentración.
—¿Qué más?
—Se necesitaría otro marco para precisar. Pero si ya fuera posible que esos hombres se adhirieran en masa a los movimientos por la paz existentes, trabajaran por su unificación en el ámbito internacional, redactaran y difundieran con la palabra y con el ejemplo el nuevo contrato social que necesitamos, creo que estarían en línea con la verdad. Si tuviera tiempo, diría también que estos hombres deberían ejercitarse en reservar para su vida personal la parte de gozo que no pertenece a la historia.
Pueden hacernos creer que el mundo de hoy necesita hombres identificados totalmente con su doctrina y que persigan fines definitivos mediante la sumisión total a sus convicciones. Yo creo que este tipo de hombres, en el estado actual del mundo, hará más mal que bien. Pero admitiendo, lo cual no creo, que acaben por hacer triunfar el bien al final de los tiempos, pienso que es necesario que exista otro tipo de hombres, atentos a preservar el matiz ligero, el estilo de vida, la
oportunidad de la felicidad, el amor, el equilibrio que necesitarán los hijos de esos mismos hombres, al fin y al cabo, incluso si la sociedad perfecta se hace realidad.
En todos los casos, hablo aquí como escritor. Los escritores siempre han estado del lado de la vida, contra la muerte. ¿Dónde estaría la nobleza de este ridículo oficio si no estuviera hecho precisamente para defender incansablemente la causa de los seres vivos y de la felicidad?

 

Dar, cuando se puede, no odiar si se puede[3]

La revista libertaria Reconstruir envió en 1959 un cuestionario a personas destacadas, preguntando acerca del mundo de entonces. Camus envió sus respuestas pocos días antes de su muerte en un accidente automovilístico. (nota de librevista)

Reconstruir.- ¿Las entrevistas «en la cumbre» entre los mandatarios de Estados Unidos y la Unión Soviética le hacen concebir alguna esperanza en cuanto a la posibilidad de superar la guerra fría y la división del mundo en dos bloques antagonistas?
Albert Camus.- No, el poder vuelve loco al que lo tiene.
R.- ¿Se ha formado una opinión sobre la posibilidad de una coexistencia pacífica entre los regímenes capitalista y comunista?
AC.- Ya no existe un régimen capitalista puro ni un régimen comunista puro. Existen potencias que coexisten porque se meten miedo.
R.- ¿Cree, para los demás, en una alternativa Estados Unidos o
Unión Soviética, o admite la posibilidad de una tercera postura y, si cree en una tercera postura, cómo la describe o la define?
AC.- Creo en una Europa unida, que se apoye en América Latina y, más tarde, cuando el virus nacionalista haya perdido fuerza, en Asia y en África.
R.- En otro orden de cosas, ¿considera positivo el esfuerzo que se realiza con vistas a la conquista del espacio? ¿Valora positivamente la sensación de mucha gente que piensa que sería mejor emplear en tierra las enormes sumas gastadas en cohetes y satélites, para remediar, por ejemplo, la desnutrición crónica de amplias regiones del planeta?
AC.- La ciencia progresa tanto para mal como para bien. No se puede hacer nada. Pero lo menos que se puede decir, ante realizaciones
técnicamente magníficas y políticamente abyectas, es que no hay nada de lo que vanagloriarse o alegrarse.
R.- ¿Cómo ve el futuro de la humanidad? ¿Qué deberíamos hacer para conseguir un mundo menos oprimido por la necesidad y más libre?
AC.- Dar, cuando se puede. Y no odiar, si se puede.

 

El rechazo del odio[4]  

Esta es un Carta de Camus a Konrad Bieber, autor de L’Allemagne vue par les écrivains de la Résistance française (Alemania vista por los escritores de la Resistencia francesa) que fue prefacio del libro (nota de librevista)

Estimado señor:
Siempre me ha costado hablar de la Resistencia, rara vez sentí placer al leer o escuchar lo que se decía de ella. El culto del pasado supone una vocación que no tengo y el tiempo destinado a él me parece perdido. En cierto sentido, soy un hombre sin memoria. A lo que se añade que mi estilo no es el de excombatientes, que nos han inundado de seriedad y que, finalmente, un poco de desenvoltura forma parte de una buena higiene intelectual. Además, la manera en la que se habla de la Resistencia...

Dicho esto, al leer su estudio descubrí nuevos motivos para el alejamiento que siento por este periodo de nuestra historia y me dije, al mismo tiempo, que, si realmente había que hablar de esta época, preferiría que se hablara como usted lo hace. Este doble sentimiento se explica bastante bien. Al resucitar ciertas pasiones que tuvimos, me indujo usted a apreciar de nuevo, en su verdad, la experiencia de esos años y descubrí que mi alejamiento era lo contrario a una desaprobación.
Estoy lejos de lo que se ha hecho de la Resistencia, de aquello en lo que se ha convertido, pero me alegra que se le haga justicia en lo que era realmente. Porque todavía es necesario que se le haga justicia. Hombres, naturalmente pacifistas por oficio y por convicción, que detestaban la guerra y se negaban a odiar a cualquier pueblo, fueron forzados, en los años cuarenta, a ir a la guerra. Para que alguna cosa se salvara entonces del desastre, sólo pudieron intentar evitar el odio. Un desgarro vivido de manera tan extrema merece al menos la consideración. El resistente, como usted ha comprendido bien, recriminaba a Alemania que hubiera respondido con el crimen a sus sueños de paz y al mismo tiempo la hacía beneficiaria del recuerdo de sus sueños. Sí, si alguna vez hubo un combate justo, fue aquel que se entabló después de demostrar que no se había querido hacerlo. Y precisamente los que entraron en ello no dejarán de echar de menos ese tiempo en el que era posible entregarse por completo a la batalla, sin división interior y sin otra angustia que la del miedo más natural, ésa soportable. Incluso es posible que este sentimiento, tan fuerte, de nuestro derecho nos haya hecho más difíciles las tareas y las elecciones de la historia que debía seguir. Pero finalmente los sufrimientos y las luchas de esta época no fueron absolutamente vanos para los que sobrevivieron; la propia necesidad de estas pruebas era entonces una enseñanza y un consuelo. En cierta manera, nos habían obligado a la buena causa. ¿Y qué es en la historia una buena causa? La que se basta a sí misma.

Pero estas luchas habrían tenido que implicar también una enseñanza duradera. Hoy creo que no ocurrió nada de esto. Sé muy bien que está de moda negarse a confesar la decepción cuando se trata de una circunstancia histórica. La historia es un hecho y, si es un hecho, parece que es un derecho: la historia siempre tendría razón. Sin embargo, yo confesaré mi decepción al ver que esta experiencia de un gran deseo de paz traicionado, y obligado a una guerra insoportable, no sirvió más o menos de nada a la mayoría de los que se supone que la vivieron, en especial a los intelectuales franceses. No sirvió de nada a los intelectuales colaboracionistas, que sólo vieron en la derrota de Alemania una desgracia añadida. No sirvió de nada a muchos intelectuales de la Resistencia, que se encaminan hoy por el giro de los mismos sofismas hacia una nueva colaboración. Después de todo, aunque la historia nunca vuelve a empezar, a menudo se repite. Y nadie se sorprenderá de que las debilidades de nuestra sociedad produzcan, en circunstancias diferentes, los mismos síntomas de debilidad. Asistimos así a la resurrección de la curiosa paradoja de la que hablaba uno de los escritores que usted cita: “la alianza de los pacifistas más ardientes con los soldados de una sociedad guerrera”. Esta curiosa alianza se camufla siempre bajo el error que denunciaba el mismo escritor y que consiste “en colocarse en el futuro para juzgar la actualidad”. El diagnóstico era brillante, pero los mismos que lo hicieron entonces han entrado a su vez en una locura semejante. Aparentemente, Francia perdió la estima de una gran parte de sus intelectuales, que, de la derecha a la izquierda, estuvieron y estarán dispuestos a liberarla en nombre de sus ideologías más cortas.
Aunque sé que se trata de una verdad parcial y no conozco a otros intelectuales cuya sola existencia ayude a vivir y a luchar, aunque finalmente no ignoro que una nación no sólo está formada por intelectuales, esta constatación es una de las que me alejan de los recuerdos de aquella época. Pero explica al mismo tiempo el sentimiento de reconocimiento que he experimentado al leerle. No ha intentado explicar que la Resistencia justifica que se aclame al Ejército ruso de 1954 o que se exalte la bomba H; no ha elegido entre las víctimas o utilizado el pretexto del sacrificio de tantos hombres para atizar nuevos odios. Al contrario, ha resaltado lo que fue nuestra verdad esencial, es decir que la Resistencia prescindió del odio la mayoría de las veces. Al mismo tiempo, ha hecho un poco menos vana nuestra acción de entonces.
Después de todo, si bien, como usted demuestra, los escritores de la Resistencia han podido transmitir al menos una parte de esta verdad, no han perdido en absoluto su pena. Nunca tuve en gran consideración la acción de los escritores (para empezar la mía) durante la Resistencia. En especial, no soporto ninguna comparación con la acción de los que tomaron las armas. Pero si los escritores no hicieron mucho por la Resistencia, diremos en cambio, después de haberle leído, que la Resistencia hizo mucho por ellos: les enseñó el precio de las palabras. Señala usted con mucha razón su esfuerzo por la exactitud, su búsqueda de matices que concuerdan mal con las necesidades de la acción y del combate, y encuentra algunas explicaciones para este fenómeno. Le señalo una, muy simple. Arriesgar la vida, por poco que sea, para hacer imprimir un artículo es aprender el auténtico peso de las palabras. En un oficio en el que la regla es elogiar sin consecuencias e insultar impunemente, esto representa una gran novedad. El escritor, al descubrir de repente que las palabras están cargadas, se ve inducido a emplearlas con medida: el peligro vuelve clásico. Es cierto que sólo los que no arriesgaron nada abusaron de las palabras en este tema. En cambio, la obra más importante surgida de la Resistencia fue la de un hombre al que lamento que no le asigne usted el lugar que le corresponde, muy por encima de los demás, y que tomó las armas al mismo tiempo que escribía. Sus acertadas palabras, maravillosamente radiantes, no tuvieron necesidad de la cólera ni del odio para cantar a la belleza en medio de las tinieblas. La Alemania nazi no tuvo un combatiente más determinado ni un enemigo más generoso que un gran poeta francés, René Char, en cuya obra encontrará, tanto hoy como mañana, el espejo fiel de una virtud libre y orgullosa cuyo recuerdo todavía nos sostiene.

Gracias a hombres y obras semejantes, el olvido sistemático que mantengo en mí sobre estos temas tiene como verdadero nombre fidelidad, gracias a ellos y ellas no reniego de ninguna de las palabras que escribí entonces y que usted transcribe. En cambio, estoy contento de haber participado, por poco que sea, en esta aventura, esforzándome por no odiar nada del pueblo contra el que combatíamos.

No pretendo ser ejemplar y estoy muy lejos de toda virtud (algo se estremece en mí cuando usted escribe que soy un hombre de justicia; soy un hombre sin justicia y al que esta imperfección atormenta, así es). Sin embargo, me gustaría ser fiel a lo que fue el principal esfuerzo de esta Resistencia, ya olvidada y todavía viva en algunos silenciosos. En una nación la mitad de cuyas publicaciones periódicas insulta regularmente a la nación norteamericana y la otra mitad al pueblo ruso, me gustaría no añadir una sola palabra de odio a este torrente de imprecaciones. Los sueños alemanes me molestaban y era, y soy, de la opinión de que había que contenerlos. Pero debo a Nietzsche una parte de lo que soy, igual que a Tolstói y a Melville. Odiar a sus pueblos sería negarme y rechazarme a mí mismo. Combatirlos si oprimen al mío es algo muy diferente. Sé que algunos franceses piensan así y que su actitud ante una nueva ocupación, no por estar desprovista de rabia estará menos determinada. En mi opinión, en esto es en lo que al menos ellos se mantienen fieles al espíritu de la Resistencia.

Pero Occidente tiene cosas mejores que hacer que destrozarse en guerras o en polémicas. Lo espera una creación que es el único, contrariamente a todo lo que se escribe hoy, que puede llevarla a cabo, porque es el único que aporta los fermentos y los hombres inquietos de los que ninguna creación, histórica o artística, puede prescindir. Usted ha tenido el talento y la perspicacia de encontrar estos fermentos en un momento de la historia de Europa en el que era a la vez paradójico y significativo que se manifestaran. Al hacerlo, no solamente ha ayudado a hacer justicia a un pasado reciente, sino que además ha preparado este futuro en el que todos juntos, y cada uno por separado, trabajamos ahora.

 

Sobre Calígula[5]

Compuse Calígula en 1938, tras la lectura de Vida de los doce césares, de Suetonio. A través de Suetonio, Calígula se me presentó como un tirano de una especie relativamente rara, quiero decir un tirano inteligente, cuyos móviles parecían a la vez singulares y profundos. En especial, es el único, que yo sepa, que convierte el propio poder en algo ridículo. Al leer la historia de este grande y trágico actor, ya lo veía en escena. Así pues, escribí esta pieza para el pequeño teatro que había creado en Argel. La guerra alteró mis proyectos y Calígula tuvo la
oportunidad más segura de ser acogida en París, por primera vez, en 1945, por Jacques Hébertot. Hoy, esta obra se repone en el Nouveau Théâtre de Elvire Popesco y Hubert de Malet, con actores jóvenes, en un escenario de ensayo, bastante parecido al escenario para el que fue escrita.
Por supuesto, Calígula se inspira también en las preocupaciones que yo tenía en la época en la que me encontré con los doce césares. Por eso, no se trata en ningún momento de una obra histórica. ¿De qué se trata, pues? Calígula, un príncipe amable hasta entonces, se da cuenta a la muerte de Drusila, su hermana y amante, de que la evolución del mundo no es satisfactoria. Entonces, obsesionado por lo imposible, envenenado por el desprecio y el horror, intenta ejercer, mediante el asesinato y la perversión sistemática de todos los valores, una libertad que, al final, descubrirá que no es la buena. Rechaza la amistad y el amor, la simple solidaridad humana, el bien y el mal. Se toma al pie de la letra a los que lo rodean, los fuerza con su rechazo y con la rabia de destrucción a la que lo arrastra su pasión de vivir.
Pero si su verdad es rebelarse contra el destino, su error es negar lo que lo une a los hombres. No se puede destruir todo sin destruirse uno mismo. Por eso, Calígula despuebla el mundo de su alrededor y, fiel a su lógica, hace lo necesario para armar contra él a los que terminarán por matarlo. Calígula es la historia de un suicida superior. Es la historia de los errores más trágicos. Infiel al hombre por fidelidad a sí mismo, Calígula consiente en morir por haber comprendido que ningún ser puede salvarse solo y que no se puede ser libre contra los demás hombres.
Se trata, por tanto, de una tragedia de la inteligencia. De donde se ha sacado la conclusión natural de que este drama era intelectual. Personalmente, creo conocer bien los defectos de esta obra. Pero busco en vano la filosofía en estos cuatro actos. O si existiera, se encuentra a nivel de esta afirmación del héroe: “Los hombres mueren y no son felices”. Una ideología muy modesta, como se ve, y que tengo la sensación de compartir con el señor Perogrullo y con la humanidad entera. No, mi intención era otra. La pasión por lo imposible es, para el dramaturgo, un objeto de estudio tan válido como la codicia o el adulterio.
Mostrarla en su furor, ilustrar sus estragos, hacer estallar sus fracasos, ése era mi proyecto. Y sobre éste hay que juzgar esta obra.
Sin embargo, si se quieren añadir consideraciones más generales, yo propondría hoy éstas: se puede leer en Calígula que la tiranía no se justifica, ni siquiera por razones elevadas. La historia, y especialmente nuestra historia, nos ha regalado después tiranos más tradicionales: pesados, brutos y mediocres déspotas al lado de los cuales Calígula aparece como un inocente cándido vestido de lino cándido. También ellos se creían libres puesto que reinaban absolutamente. Y no lo eran más de lo que lo es en mi obra el emperador romano. Simplemente, éste lo sabe y consiente en morir, lo cual le confiere una especie de grandeza que la mayoría de los otros tiranos nunca tuvieron.

 

Para Dostoievski[6]

Hace unos meses, recibí a un joven y simpático soviético que me sorprendió mucho al quejarse de que los grandes escritores rusos no se tradujeran lo suficiente al francés. Le expliqué que la gran literatura rusa del siglo XIX era, de todas las literaturas de la época, la que se había traducido más y mejor entre nosotros. Su sorpresa también fue mayúscula cuando le dije que, sin Dostoievski, la literatura francesa del siglo XX no sería lo que es. Para terminar de convencerlo, le fije al fin: “Se encuentra usted en el despacho de un escritor francés muy implicado en el movimiento de ideas de su tiempo. ¿Qué dos retratos se encuentran en esta mesa?”. Se dio la vuelta en la dirección que le indicaba y se le iluminó el rostro al ver los retratos de Tolstói y Dostoievski.

La luz que vi en el rostro de mi joven amigo y que, por sí sola, haría olvidar todas las tonterías y las crueldades que se acumulan hoy para separar a los hombres, no la atribuí ni a Rusia ni a Francia, sino al genio de la creación que brilló por encima de las fronteras y que se siente en el trabajo, casi sin tregua, en toda la obra de Dostoievski.

Tropecé con esta obra a los veinte años y la conmoción que me provocó
todavía me dura, después de otros veinte años. Pongo a Los demonios al lado de tres o cuatro grandes obras como La Odisea, Guerra y paz, el Quijote y el teatro de Shakespeare, que coronan la enorme montaña de creaciones de la mente. Admiré a Dostoievski en primer lugar a causa de lo que me revelaba de la naturaleza humana. Revelar es la palabra. Porque sólo nos enseña lo que sabemos, pero nos negamos a reconocer. Además, satisfacía en mí un gusto bastante complaciente de la lucidez por sí misma. Pero muy deprisa, a medida que vivía más cruelmente el drama de mi época, me gustó el Dostoievski que vivió y expresó con más profundidad nuestro destino histórico. Para mí, Dostoievski es en primer lugar el escritor que, antes que Nietzsche, supo discernir el nihilismo contemporáneo, definirlo, predecir sus monstruosas consecuencias e intentar indicar las vías de salvación. Su tema principal es lo que él mismo llama “el espíritu profundo, el espíritu de negación y de muerte”, el espíritu que, reivindicando la libertad ilimitada del todo está permitido, desemboca en la destrucción de todo o en la servidumbre de todos. Su sufrimiento personal es participar en él y, a la vez, rechazarlo. Su esperanza trágica es curar la humillación con la humildad y el nihilismo con la renuncia.

El hombre que escribió «las cuestiones de Dios y de la inmortalidad son las mismas que las cuestiones del socialismo, pero desde otro ángulo» sabía que ahora nuestra civilización reivindicaría la salvación para todos o para nadie. Pero sabía que la salvación no podría extenderse a todos, si se olvidaba el sufrimiento de uno solo. En otras palabras, no quería una religión que no fuera socialista, en el sentido más amplio del término, pero rechazaba un socialismo que no fuera religioso, en el
sentido más amplio del término. De esta manera, salvó el futuro de la auténtica religión y del auténtico socialismo, aunque el mundo actual parezca quitarle la razón en los dos ámbitos. Sin embargo, la grandeza de Dostoievski (como la de Tolstói, que no dijo nada diferente aunque sí de otra manera) no dejará de crecer, porque nuestro mundo morirá o le dará la razón. Tanto si este mundo muere como si renace, Dostoievski, en los dos casos, estará justificado. Por eso, domina con toda su estatura, a pesar y a causa de sus dolencias, nuestras literaturas y nuestra historia. Todavía hoy nos ayuda a vivir y a esperar.

 

Carta a Germain Louis, su maestro de escuela en Argelia

19 de noviembre de 1957
Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Le abrazo con todas mis fuerzas.
Albert Camus

 

Carta de Germain Louis a Albert Camus

Argel, 30 de abril de 1959
Mi pequeño Albert:
He recibido, enviado por ti, el libro Camus, que ha tenido a bien dedicarme su autor, el señor J.-Cl. Brisville.

Soy incapaz de expresar la alegría que me has dado con la gentileza de tu gesto ni sé cómo agradecértelo. Si fuera posible, abrazaría muy fuerte al muchacho en que te has convertido y que seguirá siendo para mí “mi pequeño Camus”.

Todavía no he leído la obra, salvo las primeras páginas. ¿Quién es Camus? Tengo la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo consiguen. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la idea de descubrir tu naturaleza, tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres simple, directo. ¡Y ahora, bueno! Esas impresiones me las dabas en clase. El pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y éstas se presentan constantemente. Una respuesta, un gesto, una mirada, son ampliamente reveladores. Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo. Y estudiándote, nunca sospeché la verdadera situación de tu familia. Solo tuve una impresión en el momento que tu madre vino a verme para inscribirte en la lista de candidatos a las becas. Pero eso fue, por lo demás, en el momento en que ibas a abandonarme. Hasta entonces, me parecía que tu situación era la misma que la de todos tus compañeros. Siempre tenías lo que te hacía falta. Como tu hermano, estabas agradablemente vestido. Creo que no puedo hacer mejor elogio de tu madre.

Volviendo al libro del señor Brisville, su iconografía es abundante. Y tuve la grandísima emoción de conocer, por su imagen, a tu pobre padre, a quien siempre consideré “mi camarada”. El señor Brisville ha tenido a bien citarme: se lo agradeceré.

He visto la lista en constante aumento de las obras que te están dedicadas o que hablan de ti. Y es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo Camus: bravo.

He seguido con interés las múltiples peripecias de la obra que has adaptado y montado: Los demonios. Te quiero demasiado para no desearte el mayor de los éxitos: el que mereces. Malraux, por su parte, piensa darte un teatro. Sé lo que es una pasión para ti. Pero… ¿sacarás adelante y a la vez todas esas actividades? Temo por ti que abuses de tus fuerzas. Y permite a tu viejo amigo que te lo señale, tienes una esposa encantadora y dos niños que necesitan de su marido y de su padre. En este sentido, te contaré lo que nos decía a veces el director de nuestra escuela primaria. Era muy, muy duro con nosotros, lo que nos impedía ver, sentir, que nos quería realmente. “La naturaleza tiene un gran libro donde escribe minuciosamente todos los excesos que ustedes cometen”. Confieso que muchas veces esa sensata opinión, en el momento en que iba a olvidarla, me ha frenado. Así que trata de conservar blanca la página que te está reservada en el Gran Libro de la naturaleza.

Andrée me recuerda que te hemos visto y escuchado en un programa literario de la televisión, sobre Los demonios. Era emocionante verte contestar a las preguntas que te hacían. Y a pesar mío, observé con malicia que tú no sospechabas que finalmente te vería y te escucharía. Eso ha compensado un poco tu ausencia de Argel. Hace ya bastante tiempo que no nos vemos…

Antes de terminar, quiero decirte cuánto me hacen sufrir, como maestro laico que soy, los proyectos amenazadores que se traman contra nuestra escuela. Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar su verdad. Os he amado a todos y creo haber hecho todo lo posible por no manifestar mis ideas y no pesar sobre sus jóvenes inteligencias. Cuando se trataba de Dios (está en el programa), yo decía que algunos creen, otros no. Y que en la plenitud de sus derechos, cada uno hace lo que quiere. De la misma manera, en el capítulo de las religiones, me limitaba a señalar las que existen, y que profesaban todos aquellos que lo deseaban. A decir verdad, añadía que hay personas que no practican ninguna religión. Sé que esto no agrada a quienes quisieran hacer de los maestros unos viajantes de comercio de la religión, y para más precisión, de la religión católica. En la escuela primaria de Argel (instalada entonces en el parque de Galland), mi padre, como mis compañeros, estaba obligado a ir a misa y a comulgar todos los domingos. Un día, harto de esta constricción. ¡metió la hostia “consagrada” dentro de un libro de misa y lo cerró! El director de la escuela, informado del hecho, no vaciló en expulsarlo. Esto es lo que quieren los partidarios de una “Escuela Libre” (libre… de pensar como ellos). Temo que, dada la composición de la actual Cámara de Diputados, esta mala jugada dé buen resultado. Le Canard enchaîné ha señalado que, en un departamento, unas cien clases de la escuela laica funcionan con el crucifijo colgado en la pared. Eso me parece un atentado abominable contra la conciencia de los niños. ¿Qué pasará dentro de un tiempo? Estas reflexiones me causan una profunda tristeza.
Pequeño, llego al final de la cuarta página: es abusar de tu tiempo y te ruego que me disculpes. Aquí todo anda bien. Christian, mi yerno, empezará mañana ¡su 27º mes de servicio militar!
Recuerda que, aunque no escriba, pienso con frecuencia en todos ustedes.
Mi señora y yo abrazamos fuertemente a los cuatro. Afectuosamente, vuestro.
Germain Louis

Recuerdo la visita que hiciste, con tus compañeros de comunión, a nuestra clase. Estabas visiblemente contento y orgulloso del traje que llevabas y de la fiesta que celebrabas. Sinceramente, me alegró su alegría por estimar que, si hacían la comunión, era porque les gustaba. De modo que… ║

Palabras clave:

Albert Camus
Dialogo
Resistencia
Pacificación
Germain Louis

[2] Défense de l’Homme, junio de 1949

[3] Revista Reconstruir, Buenos Aires, enero-febrero de1960

[4] Revista Témoins, primavera de 1955

[5] Revista Liberté, febrero de 1958

[6] Revista Témoins, otoño de 1957

 

 

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