www.librevista.com nº 57, diciembre 2023

Daniel Vidart

un pensador caminante de aire pragmatista y transdisciplinario
(selección de extractos de una gran obra)[1]

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Para escribir un libro desde el punto de vista de como yo he encarado la vida intelectual, es preciso vivir
Daniel Vidart

 

Prólogo
(del editor de librevista)

En su Antología del ensayo uruguayo contemporáneo (1964), Carlos Real de Azúa incluye un texto de Vidart y comenta acerca de la obra. Habla de su rechazo al alejandrinismo –lenguaje hermético alejado de una amplia llegada al público lector–, de su “interdisplinariedad”, erudición, nacionalismo, americanismo y rechazo del pensamiento eurocentrista. Dice Real: “un estudioso que, con base científica mucho más amplia que la de la mayoría de sus contemporáneos tiende (por más que repudie la “sociología literaria" y encomie sin medida la "investigación de campo”), al modo de pensar ensayístico, al discurso libre, personalizado, deliberada o involuntariamente interdisciplinario”,… “milita su tenaz rechazo a toda tesis de decadencia y catastrofismo cultural, por más que sea consciente (y hasta elegiacamente sensible) de los riesgos y las eventuales pérdidas en valores humanos que importan ciertos procesos (urbanización, industrialización, etc.), que lleva implícitos el ascenso de las naciones periféricas”. Y ante todo, claro está, la nuestra, de diagnóstico tan ambiguo en este punto, y contra cuyo ‘subdesarrollo’ (o más precisamente, el marbete de tal) Vidart ha polemizado”.
Ese rechazo del pesimismo catastrófico –tan vigente en el siglo 21─ y de un supuesto subdesarrollo lo mantuvo hasta el final de sus días, respondiendo y argumentando con creatividad, mucho trabajo, docencia y extensión.
Sostuvo Vidart que “el antropólogo debe comprender, y comprender es desencantarse”, tras lo cual continuaba la lucha por un mundo mejor aunque éste lo desencantara por momentos.

Aunque el autor quiera mucho su terruño sanducero y oriental no podría calificársele de nacionalista. Más bien fue un buscador de conocimiento y divulgador viajero, amante de su tierra, de quien “nada de lo humano era ajeno”.
Es momento de captar más su manera de pensar y vivir, sus elecciones y preferencias, sus definiciones acerca de cómo adquirir conocimiento en el camino, de cómo miró el mundo, sabedor de que la ciencia siempre es interesada, además de la descripción de su vida y estilo académico.

Vidart es un generador de pensamiento desde esta parte de América, lector y expositor de nuevos pensamientos e interpretaciones acerca de procesos y acontecimientos, sin distinción de origen geográfico o autoral, experimentador práctico y conclusivo provisorio de sus experiencias, sumergido en sus investigaciones antropológicas, jugador experimental con sustancias, como el que relata con un chamán (“un psicólogo de su comunidad”) mongol –“me pegué un vuelo tremendo”–, adentrándose en la comunicación cerebral y por extensión en la extrasensorial, la que declara conocer sin develarla, en un estudio suspensivo que prepara conexiones con las investigaciones en neurociencias en curso.
Hace, en la práctica, más que mil discursos que convocan a la de(s)colonización, generando desde su lugar de investigación y reflexión.

No se privó de pensar en las maneras de conocer, las matemáticas y la exageración de modelar las realidades, ni de mencionar a un “Arquitecto del Universo”: “En definitiva, sin recaer en el Dios de Spinoza, debemos acordar que las matemáticas del Gran Arquitecto del Universo fueron el arma secreta para desencadenar la Creación y, en el territorio sublunar, dichas matemáticas son el recurso inteligente de las humanas criaturas para interpretar lo creado mediante un intercambio modélico al nivel de los símbolos. Pero detengámonos ya. La epistemología de los modelos debe hacer un alto obligatorio en el umbral de la metafísica de los modelos; dicha precaución está muchas veces ausente en los designios — y diseños— de ciertos modelistas contemporáneos que, por un lado, condenan a la filosofía y. por otro, ontologizan la realidad con sus quimeras”.

 

 

Los textos seleccionados

En El mundo de los charrúas (1995), Vidart se propone romper la leyenda negra sobre estos indígenas, que defiende sin esencialismo, entreviéndolos en su cultura y contexto sin idealizaciones culturales, y admitiendo que falta conocimiento e investigación. Presenta su patriarcalismo y afirma que faltan pruebas de su canibalismo.  Discute la “garra charrúa” extendida a los orientales, las historias del Tabaré de Juan Zorrilla de San Martín, relata los asesinatos en Salsipuedes y el etnocidio fallido. Aunque Vidart rechaza la categoría de “raza”, de uso extenso en el progresismo de este siglo 21, luego la utiliza en su texto.

En Ideología y realidad de América (1981) el autor cita el tipo de visiones desde los colonizadores: “son asnos, abobados, alocados, insensatos; no tienen en nada matarse o matar…”

En su Prólogo a Los estrategas del Maciel. Etnografía de un hospital público (2009) Vidart discute la visión de la antropología de un joven antropólogo, discípulo suyo, quien admite un prólogo crítico y respetuoso de su maestro y además proporciona al sitio Anáforas un ejemplar de su libro para digitalizar. Es inusual la publicación de un prólogo que no focaliza en el elogio del autor y la obra. Allí está Vidart pintado y mostrado.
El (viejo) antropólogo entra en una distinción dicotómica entre “modernismo” y “posmodernismo” que suena a falsa oposición y que ha servido para escribir ríos de tinta, como el de Robert Frost citado por el mismo Vidart , “mea en un río y dice mirá qué corriente he generado”. Así coloca un montón de autores con sus matices por un lado, un montón con sus diferencias por otro, y en el medio una línea intelectual clasificatoria, de separación fronteriza excluyente.  

Pensador de “ir a las cosas”, atento a las “circunstancias” y “circundancias”, al mismo tiempo, de la preferencia concreta por el dato bien construido y el acontecimiento particular, consciente del peligro de la abstracción generalizante, como investigador experimentado, sabedor de lo elusiva que es la “realidad”, en este prólogo cae en el exceso de separar la cosa de su sombra, la “sustancia” de su lenguaje e imagen, tajantemente el “contenido” de la “forma”. Separación tajante que su práctica misma ha negado.

La incitación anímica de que el observante del hospital pueda internarse, enfermarse o simular serlo (sic) para llegar a “las cosas” es propia de un Vidart entusiasta, existencial, experimentador, generoso, de un Jesús de Nazaret criollo.

En la entrevista de Nelson Díaz publicada en Dossier, Nº 50 (2015), Vidart se pinta a sí mismo de cuerpo entero. Si quien lee lo prefiere, podría ser la primera lectura de esta selección.

Finalizando este prólogo, una cita del Facebook de Vidart, que lo frecuentaba para decir sus cosas, contando con una gran cantidad de seguidores (hoy la cuenta la continúa su esposa Alicia Castilla):
Daniel Vidart, publicación en Facebook, 20 de enero 2016
Como más de una confesión confidencial lo ha demostrado, mis amigos del fb ─salvo poquísimas excepciones─ leen, si es que lo hacen, las cinco primeras líneas de mis engendros intelectuales. Y de inmediato se aprietan el gorro y emprenden las de Villadiego. Bueno, tienen razón porque la lectura de inacabables mamotretos es hoy un vicio anacrónico que conviene desterrar. Me informaron también que huyen despavoridos cuando tropiezan con mis deposiciones de poetastro. En consecuencia, para no gastar paciencias ni espantar con brulotes seudoartísticos a esa desvelada barra brava de consumidores de imágenes y devotos de los titulares, apelaré desde hoy a la brevedad ajena.
Escribió Rafael Barret: “La curiosidad es el buen apetito del espíritu. Ni los anémicos tienen hambre ni curiosidad los idiotas”.║

 

 

Extractos de textos de Daniel Vidart

 

El mundo de los charrúas, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo,1995

No hay en América un solo tipo indígena. Carece de razón, pues, el dicho “Visto un indio, se han visto todos”. Existen diferencias notables entre los grupos raciales -o somáticos, ya que la voz raza tiene desdichadas connotaciones- que poblaban, y aún pueblan, el mal llamado Nuevo Mundo, en lo que atañe a la estatura, forma del cráneo, coloración de la piel, estructura del cuerpo y rasgos faciales…
El matrimonio de los charrúas se asentaba en la poliginia, esto es, la unión de un hombre con varias mujeres. Existen pocos y muy confusos datos sobre la organización de la vida familiar. A los europeos les sorprende el trabajo duro de las “chinas”, trajinando todo el día en el campamento, y la holganza de los hombres. Integrantes de una comunidad patriarcalista y machista a un tiempo, los varones sostienen el peso de la guerra y se dedican a la caza, cuando no al juego, mientras las mujeres, los niños y los ancianos útiles aún realizan en la retaguardia los menudos menesteres que, sin embargo, resultan fundamentales para la subsistencia: la recolección de alimentos, el transporte de los enseres, el curtido y cosido de las pieles, la fabricación y el manejo de las viviendas, el tallado y el pulido de las armas de piedra, la preparación de la comida diaria…

La lucha de un puñado de indígenas contra los ejércitos españoles y los batallones republicanos durante trescientos años tiene todas las características de una epopeya. Dicha lucha no fue continua. Hubo períodos de tregua y aun de entendimiento. Los poderosos pactan a veces para reiniciar luego las hostilidades según el ir y venir de sus intereses y designios. De tal modo los charrúas y minuanes se entendieron casi siempre con los portugueses y, menos frecuentemente, con los españoles. Sucedió lo mismo con las relaciones entre los indígenas y los ejércitos criollos de ambas márgenes de los ríos Uruguay y de la Plata. Rivera se alía con ellos para reconquistar las Misiones en 1828 y los desbarata en Salsipuedes tres años después; Artigas, comandante de los Blandengues de la Frontera, los combate sin tregua y más tarde, cuando se enfrenta con las fuerzas peninsulares y bonaerenses, durante una ejemplar gesta libertadora, los convierte en su guardia de corps…

Zorrilla de San Martín, como dije líneas arriba, se tragó lindamente el cuento de aquellos tres representantes del clero español. En su insufrible Tabaré ─donde al agobio de un trasnochado lirismo verborrágico se suman la inexactitud histórica y el desvarío antropológico─ expresa, cuando se refiere a Yamandú, el cacique que reclama la principalía “con espantosa mueca”: “¿Quién, si no él, entonces, a la gente llevará a la pelea? ¿Quién, si no él, que de enemigos muertos cien cabelleras en su tienda ostenta?” Por añadidura, Yamandú se adelantó a Hitler en eso de cuerear a los enemigos. Mientras los mata-judíos del tirano alemán encuadernaban libros con pieles humanas, el jefe charrúa, precursor de aquella espantosa práctica, con las pieles de los arachanes vencidos (indios que nunca habitaron el este uruguayo aunque en nuestras escuelas y liceos se ha perpetuado tal dislate) se entretuvo en fabricar “de su arco la flexible cuerda”. Esta cita viene a cuento para destruir la leyenda doméstica que atribuye a Zorrilla la glorificación de la gente aborigen…

 

Ideología y realidad de América, Editorial Nueva América, Bogotá, 1981
 

El descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo fue un acontecimiento revolucionario que señaló, en el cada vez más acelerado proceso de la historia humana, el tránsito de lo regional a lo planetario, del fragmentarismo de los sucesos comarcales a la unidad del acontecer mundial. Una de sus consecuencias en el plano de las superestructuras fue el cambio de la cosmovisión forjada por las nacionalidades europeas que salían de sus crisálidas feudales y se encontraron, de pronto, con una tarea imperial para cumplir a miles de kilómetros de sus hogares geográficos. Y otra consecuencia, generada por la acción combinada de las anteriores, fue el surgimiento de una ideología afirmadora de los derechos de las naciones navegantes del Viejo Mundo al disfrute y sojuzgamiento de las tierras y humanidades recién alumbradas por la antorcha viajera del Occidente.

Geógrafos, cronistas, antropólogos prácticos o Intuitivos —anteriores a la antropología científica—, curiosos impertinentes, teólogos de armas tomar y soldados de fortuna llegados al continente americano en la fabulosa media centuria que va de 1492 a 1550, escribieron infinitas descripciones (antojadizas o fieles, según los casos) de las comarcas y los pueblos recién surgidos ante los representantes de una civilización etnocéntrica, declinada moral e intelectualmente por los valores del cristianismo y convencida de su superioridad espiritual y tecnológica sobre la innominada caterva de los infieles amerindios.

Dichas descripciones fueron seguidas luego por sistematizaciones y doctrinas, todas inficionadas por un designio señorial. Los estereotipos mentales de los conquistadores, interesados en mantener sus privilegios económicos y políticos, se reflejan en las obras de los tratadistas que defienden la superioridad de lo europeo ante las múltiples "carencias”, "decadencias” y "aberraciones" de lo americano. Una multisecular tergiversación en la esfera de las ideologías ha pintado a las sociedades, a las costumbres y aun a la misma naturaleza física y biológica de América como desmesuradas, imperfectas, irracionales o monstruosas, según los casos. Dicha inferioridad consagra el rectorado de las naciones civilizadas sobre los pueblos indígenas, que hacia el 1552, son juzgados como sigue:
"Ninguna justicia hay entre ellos; andan desnudos: no tienen amor ni vergüenza: son asnos, abobados, alocados, insensatos; no tienen en nada matarse o matar; no guardan verdad sino es en su provecho; son inconstantes; no saben qué cosa sea consejo; son ingratísimos y amigos de novedades; précianse de borrachos, ca tienen vinos de diversas yerbas, frutas, raíces y granos; emborráchanse también con humo y con ciertas yerbas que los saca de seso; son bestiales en los vicios; ninguna obediencia ni cortesía tienen mozos a viejos ni hijos a padres; no son capaces de doctrina ni castigo; son traidores, crueles y vengativos, que nunca perdonan;  inimicísimos de religión; haraganes, ladrones, mentirosos y de juicios bajos y apocados: no guardan fe ni orden; no se guardan lealtad maridos a mujeres ni mujeres a maridos; son hechiceros, agoreros, nigrománticos; son cobardes como liebres, sucios como puercos; comen piojos, arañas y gusanos crudos do quiera que los hallan: no tienen arte ni maña de hombres (...) en fin. digo que nunca Dios crió tan conocida gente en vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad o policía”.
(Francisco López de Gómara: Historia General de las Indias, T. II. Cap. CCXVII)…

 

Prólogo
(que titula Palabras introductorias de un antropólogo de la guardia vieja) al libro Los estrategas del Maciel. Etnografía de un hospital público, de Eduardo Álvarez Pedrosian, CSIC, UDELAR, 2009

 
…no cabe esbozar aquí, siquiera someramente, una antropología y una sociología de los hospitales a lo largo de su historia. Otros autores lo han hecho con erudición y amplitud. Debo, sí, circunscribirme a presentar y comentar la investigación efectuada por un científico social en un hospital montevideano a comienzos de nuestro siglo. Y por cierto que en este emprendimiento hay temas lo suficientemente intensos y atractivos como para dar vida a un trabajo de campo y justificar su realización, cumplida en el fértil terreno de la etnografía.

Dicha disciplina constituye, si cabe el símil, una rama del gran árbol antropológico que ha sido descuidada por los representantes de la “nueva” antropología. A dichos estudiosos, cuyas producciones han sido examinadas por C. Geertz, J. Clifford y otros colegas (El surgimiento de la antropología posmoderna, 1991), no les interesa el cuerpo sino su sombra, sea el texto que lo describe, sea el texto tomado como pretexto. De tal modo se inaugura una “antropología simbólica” que prefiere el vuelo de la flecha al elusivo blanco de lo que se denomina realidad. Se trabaja más sobre las imágenes reflejadas en el espejo que sobre las sociedades tangibles y la inmediatez espaciotemporal de las culturas que constituyen nuestra “circunstancia” y nuestra “circundancia”, aquella advertida por Ortega y Gasset (“soy yo y mi circunstancia”) y ésta un neologismo que yo he inventado y utilizado en mis escritos sobre temas ambientales. Líneas arriba me refería a la realidad, a la realidad somática del hombre, a la realidad visible de sus obras. Dejo de lado la discusión metafísica acerca de lo que es o no es la realidad. No conviene entrar a discutir la naturaleza de ese imán y a la vez percusor de los sentidos que los filósofos idealistas niegan y los materialistas afirman en tanto que modo de ser de las cosas existentes fuera de la mente humana o en forma independiente de ella. Estamos arando el campo de la antropología cultural y no atravesando el matorral de la ontología. Pero es bueno decir que en el presente libro, si bien la teoría a veces precede a la praxis, contrariando el “estado inicial de perdición” que exige la investigación participante, la realidad social siempre está in status nascens, reapareciendo capítulo tras capítulo, aunque todavía húmeda, a fuerza de zambullirse una y otra vez en las aguas no siempre transparentes de la teoría, término griego que significa en su originario sentido, el acto de contemplar la ordenada fila de una procesión religiosa. En la voz teoría se integran en un todo la visión de quien mira y la real existencia de lo mirado, que en definitiva, se trata de una alineación, de una solemne sucesión de seres vivientes quienes, por una escalera simbólica, ascienden al espacio abstracto donde las ideas se suceden, coherente y verosímilmente, una tras de otra. Esta es una sutileza semántica del pensamiento griego. Y conviene recordarla…

De la lectura de la monografía que nos ocupa, surgen varios nódulos significativos, dignos de ser examinados, glosados, discutidos y sistematizados. El hospital Maciel, organización sanitaria que a lo largo del período que va desde el año 1788 hasta nuestros días creció madrepóricamente, sumando nuevos espacios y servicios a las antiguas obras edilicias y al primitivo ejercicio de la medicina, hoy presenta un cuerpo interrelacionado de estructuras y funciones cuyos subsistemas son detectados y explicados, y más aún, vistos por el autor en el sentido prístino que tiene el verbo ver. Esta voz, como la ha entendido un tipo de epistemología que a mí me place denominar semiótica, no remite al superficial "mirar" sino al hondo "comprender". Dicho tipo de visión atraviesa, como los rayos X, la opacidad de lo fenoménico. El phainomenon, término que proviene de phos, photós, luz, luminoso en griego, encandila con la apariencia, con la epidermis in-mediata de la realidad, y no deja percibir la esencia, la escondida mediatez de la ecceidad señalada por Duns Scoto. Como decía ya hace mucho tiempo William James, un olvidado psicólogo, la mirada profunda transforma la familiaridad con las cosas en el conocimiento de las mismas…

Antes de entrar en el comentario crítico de la monografía, invito a realizar un corto paseo histórico. Aclaro, previamente, que al decir crítico no me refiero a aquel fracasado humánido y frustrado creador que, según apunta socarronamente Robert Frost, “mea en un río y dice: miren la gran corriente que he generado”. Criticar no es reprobar o ningunear. Ni descalificar, como acostumbran a hacerlo algunos leones sin melena de nuestra fauna intelectual. Criticar es practicar un corte en la pared del pensamiento-otro. Es introducirse por ese intersticio para enjuiciar, que al cabo se trata de separar la paja del grano, de poner en marcha el cri-terio, en definitiva, dis-criminar…

…quiero señalar que la cáscara y el grano de este libro, o sea el continente formal y el contenido conceptual han constituido para mí, en el mejor sentido de la palabra, toda una pro-vocación (provocare en latín, significa llamar fuera y, por extensión, llamar a alguien ante sí, como lo especifica Heidegger), lo que, al cabo, constituye un desafío. ¿Por qué provocación? ¿Por qué desafío? Porque, sin que se lo proponga, el ejercicio sistemático y sistematizador practicado por Eduardo Alvarez Pedrosian pone en juego, a veces dialéctico, otras dialógico, las respectivas cargas depositadas en los dos platillos de la balanza intelectual. En uno de esos platillos gravita la formación del prologuista, que organizó su conocimiento y ejercicio de la antropología a partir del léxico y la concepción de esta disciplina que tenían los clásicos franceses, ingleses, alemanes y estadounidenses que la fundaron científicamente al finalizar el primer tercio del siglo XX, y al decir así no quiero ser injusto con sus ilustres precursores. En el otro platillo se estiban las modalidades estilísticas y los conceptos por ellas vestidos de un asiduo lector de aquella generación de pensadores que volaron desde la jaula de Lévi-Strauss. En esta cohorte militan los postestructuralistas, posmodernistas e hipermodernistas (según los califica el último Lipovetsky), amén de los corifeos de otros ismos que invaden esta opaca contemporaneidad, sin que necesariamente sean de acento antropológico. Entre los autores consultados y citados por Eduardo, figuran Bourdieu, Castoriadis, Deleuze, Guattari, Foucault y otros monstruos sagrados. A estos habría que agregar las figuras de Derrida, Lacan, Barthes, Kristeva y demás catecúmenos cuyo revoloteo en derredor de la llama encendida por el pasajero espíritu del tiempo nos recuerda el celebrado dicho de Coco Chanel: “moda es lo que pasa de moda”. Estos nuevos imagineros son los portadores de la globalizada pancarta de la deconstrucción. Y de tal modo, apuntalados por los arbotantes de la palabra —y no por el Verbo creador, según el evangelista San Juan— marchan en compacto grupo por las avenidas de la intertextualidad hacia los espejismos que reverberan en un horizonte virtual…

Con lo expresado no quiero poner en la picota el trabajo meritorio y por momentos sacrificado de este antropólogo que realizó durante los primeros años del recién amanecido siglo XXI (2001- 2003) una investigación prolija, exhaustiva, inteligente, sobre una colectividad de internados en un hospital del sur montevideano, sin descuidar las relaciones, a menudo osmóticas, que los enfermos y el personal de aquel mantenían con el ambiente físico y humano del barrio circundante.
Mi querella tiene que ver con la orientación heurística, la lexicografía hermética y la pantalla teórica con que se vela la realidad. No cabe duda que quienes asumen esta posición ante el mundo circundante han desoído el llamamiento de Husserl dirigido a sus discípulos: “muchachos, a las cosas”…

Confieso que el platonismo encubierto, el retorcimiento del lenguaje utilizado para denotar o calificar lo obvio , el revival del culteranismo de Gracián, la subjetivización de la coactividad externa de la cultura y otros rasgos ya denunciados por Alain Finkielkraut (La derrota del pensamiento, 1987) me han provocado verdadero pánico: o soy un mentecato —al mente captus se le ha sustraído la mente, convirtiéndolo en un tonto, cuando no en un loco— o quienes proceden como el autor de lo que a continuación transcribo son unos virtuosos juglares que arman sus antigramáticas y “asaltos a la razón” (Lukáks) al margen del entendimiento del lector común: “El discurso racional se apoya menos en la geometría de la luz que en la densidad insistente, imposible de rebasar del objeto: en su presencia oscura, pero previa a todo saber, se dan el origen, el dominio y el límite de la experiencia”. (Michel Foucault, El nacimiento de la clínica, 1966).

Todo cuanto llevo dicho aprovecha algunos aspectos puramente formales del texto que prologo para enjuiciar, según mi leal saber y entender, que no es el cancerbero de la verdad por cierto, un modo de tratar lo “real”, que, en vez de aprehenderlo tal como aparece ante nuestros sentidos, se complace en hacer juegos malabares con palabras y frases, a veces abstrusas, y prestidigita los conceptos. Al expresar lo anterior no intento, alevosamente, descalificar los resultados de un esfuerzo loable como el presente, sino manifestar mi extrañeza ante el espíritu del tiempo desde el cual brota el discurso cognitivo de un promisorio investigador. Lo que sucede, y lo comprendo, es que los pensadores de cada época construyen una particular cosmovisión, un repertorio lingüístico diferente, un modo nuevo o novedoso de enfrentarse con las cosas y traducirlo en palabras. No se bebe dos veces las aguas de un mismo río, como ya lo dijo un madrugador presocrático, Heráclito el Oscuro, bisabuelo de los foucaultianos.

Y vamos ya —metáforas aparte— al cuerpo y al alma del libro para analizar su estructura, sus intenciones y sus logros.

Me gustó, de entrada, la siguiente reflexión: “...antes que nada todo conocimiento es interesado, no existe ciencia si no hay conciencia de ello [...] sin algo que lo motive”. Yo haría caer el punto antes de la terminación de la frase: “no hay ciencia sin conciencia”, ya que el científico verdadero debe considerar al hombre, al igual que Protágoras, como la medida de todas las cosas. Pasteur, al descubrir y socializar la vacuna antivariólica, fue un benefactor de la humanidad. No podría decir lo mismo acerca de los inventores de la bomba atómica y de los que la hicieron explotar en Hiroshima. En dicho sentido alguien ironizó que la ciencia nos cura al detalle y nos mata al por mayor.

Estamos ya, junto con el investigador que iniciará sus trabajos de campo, planteándonos una angustiosa interrogante: ¿Cómo hacen las personas que no tienen los medicamentos, ni la alimentación necesaria, para poder curarse lejos de una planificada atención médica? Esta pregunta inicial suscita otra, pero no desde el afuera sino desde el adentro: “¿Quieren los sujetos internados curarse; qué es curarse para ellos? Salud y enfermedad se nos aparecen así como una pareja de nociones que debemos pensarlas desde el punto de vista de los sujetos en cuestión, y no desde categorías abstractas...”. [...] “La salud y la enfermedad, el propio proceso S/E/A (salud-enfermedad-asistencia) son construcciones culturales; tienen valor significativo; varían en cada contexto” [...] puesto que “cada internado tendrá una construcción propia de lo que es su propia enfermedad, una noción de salud propia, y buscará curarse o no...”.

Por otra parte “sobran los casos de internados que no quieren abandonar el hospital, que se encuentran atados al nosocomio y no pueden desenvolverse nuevamente en una vida activa y autónoma. La iatrogenia es una de las enfermedades colectivas [etimológicamente significa alteración en el estado del paciente generada por el propio médico, iatros en griego] más comunes de los centros hospitalarios occidentales”. Afirma luego que quienes pueden comprar —el término me pertenece, pues él dice “pagar”— una asistencia privada, como sucede con las mutualistas, hoy en crisis, tienen, relativamente, “una mayor tranquilidad sobre su destino” pero quienes ocupan las camas del Maciel se las “arreglan” para vivir en precarias condiciones, mediante maniobras creativas, gracias a resistencias organizadas, a pesar de las condiciones imperantes de orfandad espiritual y escasez económica. Y sobre estas estratagemas, estas asociaciones para sobrevivir, trata la investigación cuyos capítulos examinaré paso a paso, confrontando puntos de vista, evaluando metodologías, analizando los resultados obtenidos por la “observación participante” tal cual la entiende el autor.

Esto nos conduce a un primer deslinde: ¿Cómo actúan, al estudiar un fenómeno sociocultural en el campo, es decir, en forma directa, en contacto con la organización de la sociedad y las pautas de la cultura, el observador en sentido estricto, el observador participante y el participante observador?

Transcribo lo que dice el autor acerca del procedimiento escogido —el del observador participante— con un doble propósito. El primero está enderezado a lo expresivo, a la trama gramatical de la escritura, aunque sin hacer pie en lo que nos dice Jacques Derrida (De la Gramatología, 1971) acerca de esta “ciencia positiva”. El segundo analiza y discute el quehacer del observador participante que explora una determinada comunidad según los preceptos metodológicos de la etnografía.

Discípulo de los representantes del postestructuralismo francés, Eduardo escribe lo que sigue en la versión primaria, cruda, de su investigación, sobre la que he redactado este prólogo[2] : “Trabajando en base a mucha observación participante, a la elaboración de entrevistas con pacientes y allegados en diversas circunstancias, así como a médicos y profesionales en general dentro del hospital, contando también con una visión genealógica, volcada hacia el pasado que configura el presente, la mirada antropológica se plantea conocer la forma en que los sujetos dentro de ese campo de experiencias no solo lo viven, sino que en sí mismos, le dan existencia real, la dimensión social y abarcativa que posee, que parece contenerlos a todos, autonomizarse como ente social, como sucede con todo proceso institucional sea del campo que sea”. Este tipo de escritura, a la que debemos acostumbramos para no recaer en arcaísmos verboideológicos, campea en todo el libro. Y se acentúa, aunque derivando hacia lo coloquial, lo familiar, en las disquisiciones laterales a la investigación propiamente dicha, como lo demuestra la titulada En búsqueda de vínculos II: haciéndonos de una manera de territorrializar. No obstante, mi tarea no debe demorarse en el examen del asa que sostiene el recipiente sino ir al análisis de lo conceptual, al contenido del recipiente mismo.

Y bien, ahora podemos preguntamos qué es y cómo procede la observación participante utilizada por el investigador en las largas jornadas vividas en el carozo humano de un nosocomio puesto al servicio de la salud pública. Digamos primero que la observación en sentido estricto es la practicada por un antropólogo que, al analizar las características somáticas, sociales y culturales de un determinado grupo humano recurre, como dice Lévi-Strauss, a un “microscopio” etnográfico, a una detallada descripción efectuada desde el exterior del colectivo investigado. La compilación de los datos registrados por el observador es complementada por los testimonios, más o menos veraces, de los informantes, calificados o no, que pertenecen a la comunidad y, naturalmente, viven en ella. Esta debe contar con un reducido número de personas, pues de ser numerosa resultaría inabarcable para un solo investigador.

Una intrusión más profunda en el grupo estudiado es operada por la tarea del observador participante. Este modo de investigar responde a la definición propuesta por David Hunter y Phillip Whitten, quienes explicitan el deber ser de este tipo de técnica exploratoria, “[La observación participante] también llamada observación activa, es el método de campo ideado por Bronislaw Malinowski que requiere la participación plena del etnógrafo en las actividades cotidianas de la comunidad estudiada. Se considera que el etnógrafo agudiza su poder de observación si asimila el lenguaje y la rutina del grupo residente. El método tiene por objeto minimizar en lo posible el factor de riesgo introducido en las respuestas de los encuestados por la presencia del investigador y así registrar la conducta observada bajo diferentes condiciones”. El observador participante debe incorporase al grupo, convivir con él, transitar del estado etic del que contempla desde afuera, dominado por su cosmovisión cultural, al estado emic de quien experimenta desde adentro las vivencias de la colectividad estudiada. William Cecil Headrick ha sido más explícito al decir que es un observador participante quien “estudia los problemas del trabajo alistándose como obrero en las minas, fábricas y campos” o “el criminòlogo que vive en las cárceles y prisiones”, ocupando una celda y asumiendo en su totalidad la condición de preso, agrego yo.

Finalmente resta decir que el participante observador es el integrante de una comunidad, ya ágrafa, ya campesina, ya urbana, que, utilizando los instrumentos intelectuales que proporciona la academia, describe e interpreta los sistemas adaptativos, asociativos e ideativos del grupo humano al que pertenece. Señalo, en tal sentido, Sun Chief, 1942, la notable monografía sobre su grupo tribal escrita por Talayesva, un indio hopi de los EE.UU., bajo la dirección del antropólogo Leo W. Simmons.

Esta digresión pedagógica, al cabo producto de la deformación profesional de un viejo docente que algo conoce de la materia, viene a cuento para refutar amablemente el papel de observador participante que se atribuye Eduardo. Vivió largas horas en el Maciel y con-vivió con enfermos, enfermeros y médicos, pero para convertirse en observador participante –al estilo clásico, agrego, y luego veremos por qué─, hubiera sido preciso que fingiera una dolencia, o que de verdad la padeciera, y se internara en una de las salas donde se alojaban los internados, y que desde su lecho de enfermo realizara su encuesta, a partir de un aparato teórico no preestablecido, sino brotado de la coyuntura específica.

Lo anterior concuerda con una concepción extrema de este método cualitativo de investigación. Era aplicado por el etnógrafo viajero, aquel que se instalaba en medio de un grupo para escudriñar la entraña de su cultura, y que, sobre todo, actuaba como un miembro más de aquel. Era imprescindible aprender su lengua, vestir las mismas prendas —o desvestirse si se trataba de una tribu residente en un clima muy cálido—, realizar idénticas tareas, participar en las actividades tribales —ya las del tiempo profano, ya las del tiempo sagrado—, ingerir los alimentos preparados por la cocina aborigen y dormir en las habitaciones colectivas de la comunidad estudiada. Un antropólogo uruguayo realizó esa experiencia entre los indios jíbaros, y relató en un libro cautivante las distintas fases de su integración a la tribu que culminó con su unión con una muchacha indígena, previas las ceremonias correspondientes. (José María Montero, Marañón, 2003). Del mismo modo señalo el extraordinario relato de Claude Sirois (En el susurro del silencio, 2008) quien compartió la vida de los inuit (esquimales) de la isla de Baffin, durante siete años. Ambos libros han sido publicados en Montevideo.

Pero en la actualidad se ha atenuado aquel primitivo rigor, y la otra biblioteca, como suele decirse, aprueba la modalidad cognitiva adoptada por Eduardo Alvarez Pedrosian. En efecto, hoy el antropólogo investigador no debe, necesariamente, trasladarse a comarcas remotas, a las que iba atraído por lo “extraño” o enviado por orden de los gobiernos colonialistas, interesados en deculturar “científicamente” a los nativos. En nuestros días —como también lo ha sido siempre— es factible emprender trabajos de campo en la propia localidad de residencia, esta urbe montevideana por ejemplo, como lo ha efectuado el autor del libro que prologo.

Corroborando tal tipo de research, dos especialistas en el tema afirman lo siguiente: “La expresión observación participante es empleada aquí para designar la investigación que involucre la interacción social entre el investigador y los informantes en el milieu de los últimos y durante la cual se recogen datos de modo sistemático y no intrusivo” (S.J. Taylor. R. Bogdan. Introducción a los métodos cualitativos de investigación, 1987).

Un prólogo es un umbral, una invitación para entrar en la casa del pensamiento y encaminarse hacia los patios luminosos o sombríos de la condición humana que el autor mide con pasos lentos y mente despierta. Y ello adquiere eminente importancia si se trata de temas como los abordados en este laborioso y significativo trabajo, ahora condensado en un libro. No habrá mejor ejercicio que leerlo, que descifrar sus claves lingüísticas, que seguir los razonamientos multívocos del autor, que buscar la fuente de lo doloroso y auténticamente humano que se investiga en estas páginas.

Un arqueólogo británico, Mortimer Wheeler, al recordar una frase de Marco Aurelio en el mercado —“No sois palos, no sois piedras, sois hombres”— escribió que “el arqueólogo excavador no debe desenterrar cosas, debe exhumar gentes”. Del mismo modo el investigador etnográfico, antropólogo al fin, debe afirmar sin ambages ni concesiones: “A mí no me tientan los espejismos de las intertextualidades ni me detengo largamente en la antesala de la teoría: solamente busco y descifro en el ser y el quehacer de los portadores de cultura, las claves simbólicas de la humanidad”.

 

El antropólogo chamán
Entrevista (completa) de Nelson Díaz, periodista cultural, Dossier, Nº 50, 2015

En el balneario Fortín de Santa Rosa, su lugar de residencia, un distendido Daniel Vldart se muestra en bermudas, con remera y lentes de sol. Una amplia sonrisa se le dibuja al recibir al equipo de Dossier.
Es difícil pensar que este hombre, referente de la intelectualidad vernácula, esté próximo a cumplir 95 años.
Tiene una vitalidad asombrosa y su pensamiento destella lucidez y masa crítica. Políticamente incorrecto, de espíritu insurrecto al statu quo, no duda en arremeter contra varios tópicos del ser uruguayo.

¿Cuáles han sido sus influencias más destacables a nivel de autores, lecturas y corrientes de pensamiento?

Desde muy pequeño fui un lector insaciable, hábito que se fue convirtiendo en más selectivo cuando comencé a escribir y documentarme para apuntalar mi pensamiento con otros pareceres que lo corroboraran o desmintieran. Y en esta táctica figuraron muchos libros, muchos autores.

En mi adolescencia leí obras de imaginación: novela y poesía. Cuando aprendí idiomas leí a los autores al margen de las traducciones, que muchas veces son traiciones. Poco a poco fui dejando este tipo de literatura por obras relacionadas con la historia, las ciencias sociales, la lingüística y el arte.
Alrededor de un centro de interés ordenaba mis lecturas. Esta metodología se refleja en mi biblioteca. Cuando escribí un libro sobre el carnaval, por ejemplo, adquirí y consulté una copiosa bibliografía sobre el tema. No obstante, anteriormente había participado como actor y espectador en los carnavales uruguayos y había contemplado los de Brasil, Colombia, Argentina adentro y otros países del orbe.

Debo agregar, y esto es importante en lo que tiene que ver con mi formación, que viajé mucho por el mundo y tuve contacto directo con pueblos y culturas, con ciudadanos y campesinos, con museos de antropología y museos de arte.

En la antropología hay un trabajo llamado "de campo" y otro a nivel ensayístico. ¿En cuál se sitúa usted?

Aunque esto suene como paradoja, en todos mis trabajos, estudios y ensayos existen dos contrafuertes que apuntalan el edificio de mi pensamiento: la experiencia general de la vida en torno, tal cual la aprecia un caminante, y la observación del asunto concreto en el que se centra mi interés. En mis ensayos sobre los juegos tradicionales de nuestro campo, intervino de modo fundamental la experiencia que tenía de ellos, pues mi adolescencia y juventud, hasta los 25 años, transcurrieron en el medio rural. Nací en Paysandú, en el Uruguay profundo; recorrí los caminos de la patria a caballo conociendo distintos pagos y paisajes, distintos tipos humanos, distintos cuerpos de costumbres, distintas visiones del mundo; participé en largas partidas de truco en casas, ranchos, boliches y pulperías; monté y le metí espuela y talero al Chingolo y al Chifula, mis caballos, en pencas informales, compitiendo con muchachos de mi edad; fui un entusiasta y bastante buen tirador de taba a “vuelta y media”. Por ascensión capilar, por así decirlo, mis experiencias fueron el fundamento existencial de lo que luego se convirtió en descripción e interpretación del ludismo rural.

Siempre le huí a la teoría, a la discusión de sistemas filosóficos, al devaneo onanista, al pensamiento abstracto.
Era y sigo siendo un escritor e investigador cul á terre, mi inspiración cobra vuelo a partir de lo dado, de lo visto, en el sentido heurístico que tiene este término. Lidiando con cosas y seres tangibles y no con imágenes reflejadas en el espejo o ─peor─ temblando en los espejismos, siempre traté de tomarle el pulso a lo dado por la naturaleza y a lo construido por la cultura. Por ello, y ya en el plano intelectual, fui un apasionado por la geografía humana, por la sociología, por la antropología, y con el tiempo me convertí en profesor de esas disciplinas en el liceo y la Universidad. Lo libresco corroboró lo que tenía el gusto y la impronta del camino y sus personajes. Es decir, lo pensado cobró sentido a partir de “lo bailado”, y si me expreso así, al estilo del pueblo llano, es porque a él pertenezco y me enorgullezco de esta condición social. La teoría, decía Goethe, es "gris", y así lo he confirmado, porque mi conformación mental, como un resorte, se pone en movimiento a partir del hecho concreto, de la cosa visible, de la realidad palpable.

En consecuencia, me he autodenominado, y me considero “un paisano con lecturas”, esto es, un hijo de la empina que vivió lo que escribe y no un entenado ratón de biblioteca que en vez de crear se alimenta con el recuerdo de los dichos ajenos. Una cosa es un hombre que le ha tomado el sabor a las obras de sus semejantes y al escenario de la naturaleza, y que por ello “sabe”, y otra el que tiene memoria de la sapiencia prestada y por ello “se acuerda”. Esa es la diferencia
denunciada por el mito griego: el titán Prometeo, como lo dice su nombre, obró antes de los hechos, robando el fuego a los dioses para regalarlo, junto con las técnicas, a los desamparados mortales; su hermano, el titán Epimeteo, lo hizo después de los hechos, fue el que destapó el cántaro de Pandora y los males inundaron el mundo, consumando así la “metida de pata” o de mano más funesta de la historia.

¿En qué se diferencia con el trabajo de campo?

El trabajo de campo lleva al antropólogo a convivir y contemplar por dentro a la comunidad humana y cultura investigadas. El observador participante trata de ir desde los signos a los símbolos, del contacto y trato con las gentes a la Interpretación de su modo, estilo y género de vida. Lo hice cuando escribí Coca, cocales y coqueros en América andina, en la que viví durante trece años tanto en Chile como en Colombia y Venezuela, viajando por sus enhiestas cordilleras y viendo de muy cerca y aun participando en la vida de sus gentes, todas de raíz indígena.

Repetí la experiencia cuando escribí recientemente Marihuana, la flor del cáñamo..., un texto hijo del camino y no de la posada. Mis estudios sobre Caballos y jinetes, El tango y su mundo y Un vuelo chamánico, entre otros, son vivenciales, y no libados en flores de ajenos jardines. Por otra parte, todo cuanto he escrito y dicho sobre nuestro país rural constituyen, si me permitís la metáfora, notas intelectuales ya que no musicales colgadas del pentagrama de la experiencia viva, del peregrinaje estudioso, de lo visto, oído y gustado en el coro de paisajes y paisanos que resuena en las modestas pero entusiastas evocaciones de mi peripecia humana en este solar querido que se llama Uruguay.

 

 

La identidad nacional

En Uruguay hay diversas vertientes que han alimentado la noción de identidad de los uruguayos: los charrúas, las corrientes inmigratorias y el gaucho que devendría con el tiempo en campesino.

El Uruguay y la Banda Oriental son cosas distintas desde el punto de vista etnológico. La Banda Oriental era triétnica: sobre la camada de la gente indígena, los hijos de la tierra que hoy con relativa propiedad se llaman “pueblos originarios” (pues sus antepasados habían venido desde el Asia y quizá en muy pequeña proporción desde Oceanía hace menos de 20.000 años) se superpusieron dos contingentes humanos. Uno fue el de los conquistadores y colonizadores hispánicos (el concepto abarca a los españoles y portugueses), y el otro el de los negros esclavos. La desembocadura de estas tres corrientes generó un estuario humano triétnico. No era predominantemente charrúa, como
hasta hace poco se pensaba, el grueso de la población indígena. Los actuales y serios estudios de Diego Braceo y José López Mazz demuestran que era fundamentalmente minuana.

Los charrúas estaban confinados en la actual Colonia y nomadizaban en Tucumán, la Mesopotamla argentina y el noreste de la Provincia de Buenos aires. A finales del siglo XVII y principios del XVIII entraron en la
Banda Oriental expulsados por la ofensiva española. Hay dos o tres discutidos nombres charrúas en la toponimia del país y varios minuanos, plenamente comprobados. Los demás accidentes geográficos son abrumadoramente nominados por los guaraníes, demostrando así la principalía demográfica de aquellos indígenas acristianados y eurotecnificados, llegados en masa tardíamente. En efecto, cuando Carlos III acabó con las Misiones hacia el año 1767, se desgajaron quince mil guaraníes hacia la Banda Oriental.
A resultas de ello, el nuestro es un país con mayoría de descendientes de guaraníes y no de charrúas o minuanes.

Estas parcialidades de fenotipo patagónico guerreaban de continuo entre sí. En el combate del Yi, librado en 1702, unos mil indios misioneros armados con "bocas de fuego" y 400 minuanes matan y degüellan a más de 500 charrúas, anticipándose a los 120 asesinados por los guaraníes de Lavalle y los soldados de Rivera en Salsipuedes y alrededores.

Es en este país triétnico donde en el campo ganadero surgen los gauderios, los gauchos, los mozos sueltos, llamados por los españoles “vagamundos”, “malentretenidos” y “paseanderos”. El nombre gaucho designa a los ladrones de ganado, a los “desgaritados”, a los “malévolos”, a esa corte de los milagros rural que holgazaneaba , carneaba el ganado ajeno, chineaba, truqueaba y tabeaba en las pulperías, donde empinaba el codo emborrachándose con ginebra y caña, y recorría libremente la campaña montando caballos veloces, de los que tenían tropillas de un pelo. Fueron perseguidos, Artigas los incorporó a sus montoneras, Latorre acabó con ellos y sus verdugos los proclamaron, dando vuelta la pisada, heraldos de la libertad, el coraje y la independencia. Gaucho bueno es el gaucho muerto.
Cuando estaban vivos se les perseguía alegando que eran azotes de las estancias y cuchilleros sin entrañas.

La segunda tanda de pobladores es la de los europeos que vienen a “hacerse la América”. Hacia 1840, de los 40.000 habitantes de Montevideo 18.000 eran vascos.
Luego de la Guerra Grande una hemorragia de italianos y gallegos blanquea y europeiza la población con distintas aportaciones somáticas, lingüísticas y culturales. Los inmigrantes casi llegan a empardar el caudal de la población existente antes de su arribo. Y comienza entonces a hervir un gran caldero en el que se mezclan cuerpos y espíritus, costumbres y visiones del mundo. Se afirma la hegemonía de la ciudad capital, nace el tango, se ponen en movimiento los ascensores sociales y amanece una nueva nación y un recién estrenado concepto de nación: los orientales se convierten en uruguayos.

Usted se formó en el campo, en lo que denominamos “el país rural”. ¿Cuánto ha contribuido ese Uruguay profundo en la construcción de la identidad nacional teniendo en cuenta que somos un país centralizado en Montevideo?

El campo ganadero sigue siendo un factor fundamental en la economía uruguaya y el espacio engramillado donde perdura la idiosincrasia hípica y épica de patria adentro.
Los agricultores italianos y los mozos y trabajadoras domésticas de Galicia, las granjas de los suizos y helvéticos, los eslavos, armenios y judíos, entre otros inmigrados en distintas fechas, matizan y complementan los bienes y valores de las sociedades ecuestres y ganaderas del interior. El mate guaraní se aquerencia entre los recién llegados a las ciudades, particularmente a Montevideo y alrededores. El mate es haraganote decía Enrique Amorim. Ocupa las manos, no permite el trabajo continuo y rendidor. Los laburantes prolijos y denodados son los hijos de la inmigración. El criollo de vieja cepa
sigue abrazado al gran ocio del campo abierto, al llamado de la timba y la fiesta, al desdén por el trabajo que dobla la espalda y amansa a los hombres de pelo en pecho. Y cuando sopla el viento del éxodo rural transporta sus antropovisiones y cosmovisiones a los centros urbanos.
Pero la identidad nacional no configura un estado de espíritu compartido, un sentimiento comunitario. ¿Piensan y sienten del mismo modo el “ser uruguayo” un granjero de Colonia Suiza y un “peludo” de Bella Unión, un peón de estancia de Salto y un afrodescendiente del barrio Palermo, un pescador artesanal de Punta del Diablo y un abogado montevideano, un villero del barrio Borro y un estudiante del Anglo residente en Carrasco, un fronterizo que habla portuñol y un miembro de la Academia Nacional de Letras?

La obtención de la Copa del Mundo en 1950 impuso definitivamente la idea de "la garra charrúa" de la que ya se hablaba tras los triunfos del 1924 y 1928. Maracaná es un hecho relevante, un mojón, en la construcción de una identidad: el débil que se rebela contra el poderoso, la lucha contra la adversidad, David versus Goliat. ¿Qué piensa de esa construcción imaginaria?

¿Sabés a qué jugadores de fútbol se dirigían los periodistas de los años veinte al recordarles la garra charrúa? Pues nada menos que al eximio Leandro Andrade, descendiente de esclavos africanos, al vasco Cea y a los Scarone, Petrone, Nasazzi, Mazzali, etcétera, hijos de tanos laburantes y nostálgicos. El mito de la garra charrúa equivale al que cargan los “aztecas” de pelo dorado o los “incas” renegridos de la costa peruana, todos artistas del balompié.

La garra charrúa constituye una metáfora entusiasta, una mentira dinamizante, una ocurrencia pintoresca. Claro, como vos decís, en ese epíteto se expresa lo que significa sacar fuerzas de flaqueza, la honda del pequeño David volteando al gigante Goliat, la voluntad que apela al sacrificio y la destreza para triunfar sobre la prepotencia del poder.

 

 

Vivir en Charrulandia

Con relación a la pregunta anterior hay una contracara, lo que algunos llaman "el síndrome de Maracaná". Esta teoría señala que en realidad ese triunfo deportivo marcó el Uruguay de la desidia, de dejar todo para último momento, sin proyectar el futuro o prevenir situaciones, bajo la idea de que basta con la garra charrúa.

Yo sostengo que lo que se llama síndrome de Maracaná es un constructo periodístico, que debería llamarse “persistencia de la modorra criolla”, del dejarse estar del espíritu pastoril, del persistir en la asíntota inferior de la pasividad y la indiferencia existenciales. Dicha actitud sobona, y adjetivo esta desgana a lo paisano, no rige para todos los uruguayos. Hay gente cinchadora, tenaz en el trabajo, que no se estanca en el presente contemplativo sino que apunta al porvenir, dinamizada por la esperanza de alcanzar metas de mayor prosperidad material, de crecimiento en el orden del intelecto, de creaciones paridas por la inteligencia, la sensibilidad y el saber hacer. Ya nos vamos olvidando de la mentada garra charrúa. Solamente los charruistas, los fundadores de una falaz Charrulandia, andan reclamando identidades y no es nada difícil que pronto reclamen tierras.

Acá no hay indígenas tribalizados y sí ciudadanos que se arrogan representaciones falaces en busca de prensa, de viajes al exterior y de roles culturales devorados por la historia, a los que tratan de rescatar a fuerza de voluntarismo desfasado y anacrónica fantasía. Una legitimización gubernamental que los antropólogos y arqueólogos inspirados en la norma cartesiana contemplan con recelo, les ha abierto las puertas a estos charrúas que utilizan teléfonos celulares y manejan los teclados de sus computadoras pues no se han cortado las falanges cuando murió el abuelito. Y de tal modo han visto la luz orquestas que interpretan músicas charrúas y sorprendentes parloteos en una lengua de la que sobreviven solamente sesenta palabras. Tales dislates, entre otras inventadas ceremonias, han carnavalizado la memoria de aquellos valientes defensores de sus cotos de caza.

Me gustaría adentrarme en la figura de Artigas. No debe de haber en el mundo país donde su máxima figura, su prócer, sea una persona derrotada militarmente. ¿Cuánto influyó a Uruguay como nación esa situación?

Artigas fue un héroe civil, no un avezado militar de esos que se vanaglorian de haber triunfado en cien combates.
Hubo de luchar contra españoles, porteños, portugueses, traidores de entrecasa escondidos detrás del mostrador montevideano y antiguos aliados argentinos como lo fueron López y Ramírez. Demasiado para un ejército compuesto por mozos sueltos de la campaña y valerosos patriotas mal armados y en inferioridad numérica.

Sus Instrucciones del año XIII, su Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de su Campaña y la Seguridad de sus Hacendados, y su digno papel como Protector de los Pueblos Libres y Jefe de la Liga Federal alcanzan para exaltar su genio y sus denodadas cuanto fracasadas luchas. Luego de su muerte en el destierro paraguayo por muchos años se olvidó su figura, justipreciada y revalidada, a veces con exceso y otras con error, en el siglo XX. Artigas fue un hombre, no un semidiós. Como hombre tenía defectos y virtudes. Lo que vale es su pensamiento, su concepción del federalismo que resultó triunfante en la República Argentina.

Es un héroe rioplatense, del mismo modo que Gardel es un cantor representativo del Río de la Plata. Ni uruguayo ni argentino, sino campeón de la idea de la confederación de provincias soberanas, descentralizadas y a la vez interrelacionadas. No bregó por la independencia de la Provincia Oriental sino por la soberanía y gobierno propio de las Provincias Unidas. En la actualidad los historiadores argentinos, lejos de la leyenda negra fraguada por Cavia y Mitre, entre otros, exaltan su ideario y resignifican favorablemente su figura. Yo soy chozno de Artigas. Desciendo directamente del gran traicionado en quinta generación. Constituye, ciertamente, un orgullo. Y sobre todo una responsabilidad que he asumido a lo largo de mi modesta y sufrida existencia.

 

 

Marihuana y otras yerbas

Su libro Marihuana, la flor del cáñamo. Un alegato contra el poder, además de centrarse en ese tema específico, analiza el poder ─estatal, policial, religioso─ en la historia de la prohibición de sustancias psicotrópicas.

Escribí este libro para acompañar, desde los puntos de vista informativo y formativo, la ley sobre la reglamentación del uso de la marihuana[3] , que muy pocos saben que es la flor del cáñamo. Sería largo ofrecer una semblanza acabada de este texto cuya lectura, al margen de todo narcisismo, recomiendo tanto a los usuarios como a quienes combaten con frases hechas e ignorancias compartidas la presencia recreativa y terapéutica del cogollo en un sector más grande de lo imaginado de nuestra población. Relato y demuestro cómo la yerba mate, el tabaco, el café, el vino y todas las bebidas alcohólicas prohibidas en Estados Unidos por la Ley Seca dejaron de ser tabú y se convirtieron en tótem. Aclaro el significado de estos términos a los que no están al tanto de la terminología antropológica. Es tabú lo interdicto. La yerba mate bebida por los guaraníes fue calificada por los jesuítas como cosa del diablo. Indio que tomara mate estaba en pecado mortal e iría al infierno. Pero un día los católicos padres la domesticaron y la sembraron y la exportaron y la cobraron y las ganancias fueron más que copiosas y quedaron muy contentos y, trascartón, inventaron una justificación piadosa inverosímil. Entonces la “yerba del Demonio” se transformó en “el benéfico té del Paraguay”. Y una más, para llover sobre mojado.

Cuando llega el café a Rusia los zares condenan a quienes se atrevieran a beberlo a perder la nariz y las orejas. Este terrible castigo se prolongó hasta mediados del siglo XIX. Y bien, hoy la yerba y el café se han convertido en tótem, en dones vegetales consagrados si no sagrados, en tisanas benéficas, en regalos deliciosos para quienes procuran aclarar la mente, espantar el sueño y satisfacer una imperiosa demanda de placer.

El libro destaca, en las cinco puntas de una especie de pentacle, los aspectos rituales, terapéuticos, gastronómicos, industriales y recreativos del cáñamo y su flor. Divide su contenido en tres partes dialécticamente entrelazadas.
Tesis: cuando el cáñamo y su flor eran de todos y para todos.
Antítesis: prohibiciones y penalizaciones, la conspiración del Becerro de Oro.
Síntesis: el retorno del hijo pródigo.
Incluyo un link, que remite al texto de la ley y su reglamentación.

Durante nueve meses seguidos realicé asiduos trabajos de campo en la cordillera chilena de la costa, en las islas del Delta del Paraná y en el litoral platense y oceánico desde el arroyo Pando hasta Manantiales. En todos esos lugares hervían los plantíos de marihuana. No me limité a mirar. Hice todo lo que un observador participante debe hacer, como lo explico detalladamente en el libro. Luego, durante un año, mientras escribía, agregué a las muchas lecturas que tenía hechas sobre el tema la consulta de cientos de libros, folletos y revistas, más el procesamiento de los testimonios que recogí en las entrevistas in situ y los apuntes de mis experiencias personales. El libro, una vez impreso y pese a carecer de patitas, se puso a caminar. Y los libreros informan que ha caminado mucho. Todo lo que te he contado hasta ahora se refiere al acervo personal. El de los usuarios del cannabis está hoy hablando por sí mismo. Estemos atentos a lo que hace y dice. Y no solamente aquí, en el solar uruguayo, sino en el ancho mundo. En la Roma arcaica las mujeres no podían tomar vino ni acercarse a las bodegas. De hacerlo eran condenadas a muerte. Hoy lo beben, gozosamente, en toda Italia. Presiento para la marihuana una reivindicación semejante. ║

[1] Daniel Vidart, (1920-2019) pensador uruguayo, estudia antropología y desarrolla investigación y docencia en diversas instituciones de nivel universitario del Uruguay. Estudia ciencias relativas a las matemáticas e ingeniería, investiga y enseña en Chile y Colombia. Fue viajero e investigador permanente. Los extractos de sus textos aquí seleccionados son tomados del formidable trabajo realizado en el sitio web Anáforas de la Facultad de Información y Comunicación de la UDELAR (https://anaforas.fic.edu.uy/). Ojalá que esta limitada selección promueva más entradas a la obra de Daniel Vidart.

[2] Dicha versión ha sido corregida y ampliada en ocasión de su actual publicación (Nota del autor)

[3] Ley uruguaya Nº 19.172 (2013), reguladora de la producción, distribución y venta del cannabis legalizadas (nota librevista)

 

 

Palabras clave:

Daniel Vidart
Antropología
Charrúas
Colonización

 

www.librevista.com nº 57, diciembre 2023