No voy a referirme en detalle, en este breve artículo, a la mayoría de las noticias recientes, posteriores al conocimiento del dictámen de La Haya. Son casi todas preocupantes y las decisiones tomadas por el gobierno argentino merecen ser criticadas. Tampoco me ocuparé de examinar aquí las decisiones o vacilaciones del gobierno uruguayo (me encantaría pero creo que en esto ustedes, amigos orientales, se las están arreglando muy bien). Me gustaría centrarme en cambio en un aspecto más de fondo, que me lleva a un debate abierto con otros colegas argentinos. Recuerdo, de poco antes de conocerse la decisión de la Corte Internacional, conversaciones con amigos y colegas que sostenían, frente a mi escepticismo, que tras el fallo, que se descontaba negativo para el reclamo argentino, era muy probable que se descomprimiera el conflicto. El razonamiento no era malo: el gobierno argentino había llevado el problema a La Haya, como un recurso ante los ambientalistas entrerrianos. Una vez recibido el balde de agua fría del rechazo a la medida cautelar solicitada, todos, del lado argentino, iban a acusar el impacto y las cosas se sosegarían, el diferendo quedaría en pié, pero muy diluído en sus aristas conflictivas. Mis presunciones, aunque no mis deseos, eran contrarias a esta conjetura optimista, y lamentablemente no me he equivocado.
La cuestión es, ¿por qué? Analíticamente, no parece desatinado pensar que el gobierno argentino tenía, con el fallo en contra de su pedido, una oportunidad para colocar el diferendo con Uruguay por otros carriles. Diría que desde que el gobierno tomó las primeras decisiones que fueron colocando la cuestión en un curso confrontativo, fue la mejor oportunidad que tuvo para redefinirlo. Muy superior en ese sentido al encuentro en Santiago de Chile o a cualquier otra ocasión. Claramente, el gobierno hizo todo lo contrario: decidió reforzar su compromiso con una postura de todo o nada - emblemáticamente expresada, a nivel retórico, por las insólitas declaraciones del canciller Taiana, "no vamos a aceptar la construcción de las papeleras", y a nivel de policy, por el abierto rechazo a la propuesta de monitoreo conjunto, que es en mi opinión la mejor opción como base de una negociación.
A mi entender, y completamente en contrario a la interpretación medular de un filoso artículo reciente de Carlos Escudé (La Nación, 01-08-2006), la principal variable explicativa de la decisión presidencial (esto es, el presidente decidió, pese al nuevo contexto, continuar con la política previamente elegida) son los importantes grados de libertad de los cuales disfruta. Es todo lo que quiero decir en este artículo, pero creo que no es poco, no es obvio, ni mucho menos trivial.
No es obvio: si leemos el artículo de Escudé nos encontramos ante un presidente en el mundo del path dependence, que no tiene más remedio que someterse a una perversa racionalidad, evitar graves peligros en el corto plazo sacrificando el interés nacional en el largo plazo. Para Escudé, esto llega al extremo de decretar la "muerte" de la política exterior argentina. Arrinconado por el poder de veto de las organizaciones populares, que han crecido en forma galopante pari passu con la expansión de la pobreza argentina, el presidente actúa con la penosa inteligencia de quien carece de opciones: su país vive una crisis de gobernabilidad "latente pero permanente" y frente a esta amenaza perentoria no hay consideraciones de largo plazo que valgan. Creo no exagerar si digo que el implícito del artículo de Escudé no puede ser otro que el siguiente: si yo estuviera en los zapatos del presidente haría lo mismo que él, por muy conciente que sea de que a largo plazo eso es un desastre. El argumento de Escudé tiene un fondo conocido, donde se reunen dos viejos fantasmas argentinos: la crisis de gobernabilidad y la crisis de representación. Por supuesto, los fantasmas existen, no estoy sugiriendo que sean meras imaginaciones de Escudé.
Pero recorramos brevemente los acontecimientos con un argumento inverso: la situación presidencial de Kirchner es muy diferente a las de los presidentes que actuaron a las sombras mortales- los militares, la hiperinflación, la recesión interminable, los caudillos peronistas, los acreedores, los piqueteros, etc., etc.- que amenazaban aniquilar la gobernabilidad de un momento a otro. Es posible que su gobierno haya comenzado en una coyuntura algo semejante pero, al cabo, en sus dos primeros años de gestión consiguió salir de ella. Pero, diría más: creo que estructuralmente Kirchner actúa en una morfología política mucho más gobernable que cualquiera de las que conocieron inclusive Alfonsín y Menem en sus mejores momentos, y esto ya no depende del ejercicio de liderazgo durante la primera fase de su gestión, sino de mutaciones de largo plazo que no hace al caso discutir aquí(1). Lo que hace al caso es mi hipótesis: Kirchner no es un presidente arrinconado por la crisis, bajo amenazas latentes de golpes de estado civiles (al decir de Escudé) ni nada por el estilo, sino un presidente que dispone de elevados grados de libertad para escoger y dar forma a su agenda. Y es lo que hace. A mi entender lo hace - y me limito aquí a juzgar su política exterior - muy erradamente.
Desde luego, la observación de Escudé de que el presidente se manejó con una razonable reticencia al abstenerse de reprimir a los ambientalistas, aunque no es novedosa, es sensata. Pero éste no es, ni mucho menos, el rasgo principal de la relación entre el gobierno y los neopiqueteros entrerrianos. El rasgo principal fue haber activado de palabra y con hechos la movilización, y haber incrementado su capacidad de hacer daño y su proyección en la escena pública nacional e internacional. Un presidente estrictamente temeroso de las represalias que los ambientalistas podrían infligirle, no habría procedido de esta manera. Procede así quien cree ver una oportunidad política en una determinada forma de manejar el conflicto. El presidente es conciente de la importancia que tiene su relación con la opinión pública y, posiblemente, de que sus índices de aprobación han descansado en una medida no despreciable en la política exterior tout court (hay alguna evidencia empírica al respecto). Ahora, percibir una oportunidad y actuar de cierta manera y no de otra, es disponer de grados de libertad. Los hechos (i.e., los bloqueos de los puentes) no hablaban por sí solos y no obligaban a ningún curso de acción. El presidente escogió.
Aceptar el argumento de Escudé implica bancarse un contrafáctico demasiado fuerte: o el gobierno hacía lo que hizo - desde las declaraciones del entonces canciller Bielsa, felicitando el fervor patriótico y el compromiso político de los vecinalistas, hasta la intimidante convocatoria a las masas, en Gualeguaychú, en vísperas de la presentación a La Haya - o el fantasma de la ingobernabilidad iba a golpearle la puerta. Pido entonces al lector que tenga la indulgencia de tolerar un contrafáctico muchísimo más leve: contra el análisis de Escudé, que sostiene que el gobierno demandó la medida cautelar para parar el bloqueo de las rutas internacionales, afirmo que para deshacerse del bloqueo no era necesario ir a La Haya, porque éste se caería solo, ya que el balance de costos (económicos y políticos) se estaba alterando a medida en que pasaban los días. Como observa Pablo da Silveira en un excelente artículo (La Nación, 12-07-2006) los cortes a partir de marzo perjudicaban más a la economía argentina que a la uruguaya. Si el presidente se limitaba a esperar, la presión pública argentina o bien desarticulaba a los neopiquetes o bien le permitía al primero reunir fuerza suficiente para ejercer una presión directa sobre los últimos, sin riesgos. Se podrá decir que de todas formas el gobierno no razonó así, sino que, digamos, toscamente, temía pagar costos políticos por la prolongación de los bloqueos y eligió salir del paso recurriendo a La Haya (¿acaso no lo recomendaban así expertos en derecho internacional? Véase por ejemplo el artículo de Daniel Sabsay, en Clarín, 28-02-2006, "Ahora no queda otro camino que La Haya", en el que, expresamente, no sólo se sugiere dirimir allí el diferendo, sino además la solicitud de una urgente medida cautelar). Pero entonces estamos hablando de otra cosa, estamos hablando de percepciones y cálculos equivocados, no de ausencia de grados de libertad. No estamos en el mundo, seré provocativo, de la racionalidad menemista entre 1989 y 1992, sino en el del Menem gozando de sus mejores momentos de la convertibilidad, con aire en sus pulmones y tomando decisiones por libre elección, no por imperativo de la crisis.
Y la historia se repite en el tercer movimiento; la situación nueva abierta por el 13 a 0 en La Haya, podría decirse, le daba al presidente grados de libertad para actuar. ¿El presidente temía el regreso de los piquetes? Tendríamos que admitir entonces que estamos frente a un presidente sin la menor capacidad de liderazgo y una dosis homérica de cobardía política. Personalmente no lo creo. Tampoco es convincente el nexo: para evitar los piquetes sobreactuó su compromiso con la "causa", e incluso aprobó la argumentación absurda presentada ante el tribunal del Mercosur, de que bloquear puentes internacionales es ejercer la libertad de expresión y la democracia participativa. Esa también es una decisión de política exterior a la que ninguna amenaza a la gobernabilidad obligaba.
Y es raro que Escudé no tome en cuenta otras dos cuestiones hoy día centrales de la política exterior argentina donde es difícil, si no imposible, ver algo más que elecciones libres bajo cálculo equivocado. Una de ellas es la política sudamericana, en la que el presidente ha elegido una proximidad teatral con Chávez que podría ser, en una de esas, que le reporte alguna popularidad, pero me inclino a creer que básicamente tiene que ver con sus preferencias. Y la otra es Malvinas, que el presidente resuelve activar en frío, colocarla al tope de la agenda exterior. Otra vez: antes que nada, lo que explica ésto son sus preferencias, Kirchner lo hace porque puede elegir y elige lo que le gusta. Secundariamente, hay un aprovechamiento casi de manual, probablemente un cálculo equivocado, orientado a suscitar aprobación doméstica. No lo dudo; esto es inclusive independiente de los resultados - serán frustrantes, pero es posible que el efecto-identificación generado más que compense la frustración (lo ilustro con un ejemplo brasileño: cuando murió Juan Pablo II, Lula declaró: "pessoal, vamos torcer para que o próximo Papa seja brasileiro" - me parece que el nuevo Papa es alemán, pero es posible que Lula reforzara lazos identificatorios, con una lógica que cabe deplorar pero no dejar de entender). Pero una cosa es comprender que hay incentivos para estos ejercicios (perversos) de manual, y otra estimar que si no se hacen arde Troya.
Podría ser que la política exterior argentina esté muriendo pero, en todo caso, eso debe juzgarse a la luz de los contenidos de la propia política, que no están impuestos por circunstancias perentorias o coyunturas críticas. Sería el presidente el que la está matando, bajo su responsabilidad. Los Dioses no lo quieran.
Termino: dije que esta discusión no es trivial; sostener que el camino elegido por el presidente es el único posible lleva a Escudé a describir la relación entre el gobierno y la oposición como un fatal juego de suma cero, en el que la última no tiene más que "la secreta ilusión" de que el presidente se aparte del camino y resurja la inestabilidad. Esta melodía también me es familiar, con otras letras, se entonaba en los 90. El gobierno hace lo único posible y la oposición que cierre la boca. En otras palabras, de la muerte de la política exterior a la muerte de la política a secas.
(*) Investigador independiente del Conicet, Argentina, Instituto Gino Germani, Universidad de Buenos Aires, se bate por una solución regional.
(1) Sobre el punto, me permito remitirme a Vicente Palermo: Problemas de gobernabilidad en Argentina y Brasil contemporáneos. El caso argentino; en Ayrton Fausto (comp.) (2006): Diálogos sobre a Pátria Grande; Abaré, Flacso Brasil, Brasilia.