La dirección de las baterías

Una visión sobre el aporte de Piketty desde una perspectiva de izquierda

x  Mauricio De Rosa[1]

El libro de Thomas Piketty, “El capital en el siglo XXI”, es sin lugar a dudas el libro de economía más debatido de los últimos años, y no es aventurado decir que es probablemente el más importante de la década. Cuando menos, ha logrado poner a la desigualdad de vuelta en el centro del debate económico tras décadas de ostracismo. De paso, despertó un debate de proporciones bíblicas y las críticas han llovido de izquierda, derecha, arriba y abajo. No intentaré en este breve ensayo explicar el libro más allá de sus rasgos más salientes ni desarrollar una revisión exhaustiva del debate generado[2] sino más bien proponer una respuesta para la siguiente pregunta. Desde una perspectiva de izquierda: ¿Es este libro un aporte en la construcción de una mirada verdaderamente transformadora de la realidad o no es más que una cortina de humo que esconde lo más perverso de la dinámica del capitalismo?
Para empezar a responder esta difícil pregunta, digamos que es un libro largo, larguísimo, y como se ha destacado repetidamente, probablemente mucha más gente lo ha comprado que leído. Lo extenso del libro y, en particular, lo abarcativo del enfoque que propone hace necesario compartimentar las posibles respuestas a la pregunta planteada.
Antes de encarar esta tarea, es necesario explicitar una idea de partida: no todo lo que ha dicho Piketty es una novedad. Por tanto, es probable que al enumerar posibles aportes se pueda objetar que tal o cual cosa ya fue dicha por fulano o mengano. Ciertamente, no es el primero en hablar de desigualdad en economía, asunto que como el propio Piketty destaca, era el principal interés de  los economistas clásicos como Ricardo o Marx, aunque no es menos cierto que es un tema que en las últimas décadas ha sobrevivido apenas en la disciplina y ha sido extirpado en buena parte del mundo de lo que se considera enseñanza de economía básica[3]. No es tampoco el primero en hablar sobre los perceptores de altos ingresos o el famoso 1% (los célebres top incomes), en la medida que destacados economistas como Anthony Atkinson han trabajado por décadas en un esfuerzo verdaderamente militante en estos temas. Otro tanto puede decirse sobre el destaque de la riqueza y su incidencia determinante sobre la desigualdad de ingresos, fuertemente trabajado por Davies, Shorrocks, Glyn, y tantos otros. Tampoco es el primer libro de economía en alejarse del mainstream, ni en discutir empleando datos concretos ni desde la perspectiva de la historia económica. Aquí la lista de autores sería verdaderamente infinita. De paso, vale la pena destacar que tampoco es el primero en advertir y denunciar los peligros para la humanidad de la dinámica de acumulación capitalista y pronosticar escenarios altamente complejos en caso que las fuerzas del capitalismo operen de forma irrestricta. Como señala Harvey, algunos de los pronósticos pikettianos ya habían sido advertidos por Marx hace casi ciento cincuenta años. De hecho, el libro ni siquiera es una novedad tan grande en relación a lo que el propio Piketty y su equipo con base en la Paris School of Economics han venido planteando en los múltiples artículos publicados en años recientes. Buena parte de las ideas expuestas en la magun opus del francés ya estaban presentes.
Habiendo dicho esto, hay un hecho objetivable y es que el libro del francés movió el avispero. Puede que haya sido por las características del autor, reconocido internacionalmente, joven, medianamente mediático. Es posible que por el contexto en que fue lanzado, tras la crisis de los países centrales de 2008, con una Europa que no logra salir del pozo y con las imágenes del movimiento Occupy y sus demandas de igualdad aún presentes en la retina. Tal vez tenga que ver con lo sistemático y abarcativo del planteo central del libro. O simplemente porque el efecto bola de nieve de la discusión y los feroces ataques de los que fue objeto forzaron a cuanto comentarista había a opinar sobre el libro que se convirtió en el centro del debate. Por cualquiera de estas razones, o más probablemente por alguna combinación de todas ellas, el producto “El capital en el siglo XXI” adquiere un valor de conjunto que ha generado debate y es el aporte de éste el que me propongo ponderar.

Es la política, idiota

En primer lugar Piketty, al igual que otros economistas como Krugman o Stiglitz, tiene la gran virtud de hablar con un pie dentro del mainstream de la economía y otro afuera. No tengo dudas que muchos considerarán que esto no implica virtud alguna, considerando los nefastos resultados que ha tenido tanto para la disciplina como para la vida de millones de seres humanos la aplicación en las últimas décadas de la corriente principal de pensamiento económico en regiones como América Latina y ahora en países como Grecia. Pero no invento nada si digo que también en las ciencias sociales existe una disputa política e ideológica y por tanto la viabilidad de las alternativas y las posibilidades de imponerse a las adversarias debe ser considerada. Para construir un contrapeso efectivo a estas tendencias no es suficiente con tirotearlas desde la trinchera opuesta, también es necesario combatirlas empleando el mismo idioma y las mismas herramientas, cuestionándolas desde el dominio absoluto de las técnicas empleadas por el grueso de los economistas. Y eso hace Piketty, que sin negar a la totalidad de lo sostenido por la disciplina se apoya en lo que sí sirve para cuestionar lo que no y ofrece así una alternativa analítica viable. De esta forma, legitima otro tipo de mirada sobre la desigualdad y su lugar en la teoría económica. En particular, vuelve a forzar el debate sobre el capitalismo, término sorprendentemente ausente del debate económico a escala global. En definitiva, expande no sólo la frontera de lo posible sino también de lo aceptable. Cuando Krugman dice en referencia a la obra del francés que “ya no volveremos a hablar de desigualdad como solíamos hacerlo”, creo que en realidad debió decir que son los otros los que ya no podrán hablar de desigualdad (ni podrán ignorarla) como solían hacerlo.
El propio Piketty dice en referencia a su libro que es “(…) probablemente mejor descrito como una narrativa histórica analítica basada en nuevo cuerpo de evidencia.” Es decir, a partir de un conjunto de datos cuidadosamente recopilados a lo largo de muchos años por un conjunto de investigadores, desarrolla un marco analítico sencillo que le permite aportar un relato consistente de la evolución de la desigualdad en el larguísimo plazo. Esto que parece bastante razonable no es la regla en economía, en la que los modelos económicos no siempre se contrastan sistemáticamente con la realidad. Por otra parte, lejos de la visión de una economía autoregulada que tanto peso aún tiene en la disciplina, Piketty se aleja de cualquier noción de convergencia automática hacia algún tipo de equilibrio, afirmando que “la dinámica de la distribución de la riqueza pone en juego poderosos mecanismos que empujan alternativamente en el sentido de la convergencia y de la divergencia, y que no existe ningún proceso natural y espontáneo que permita evitar que las tendencias desestabilizadoras y no igualitarias prevalezcan permanentemente.” En el relato pikketiano uno de los planteos más relevantes del libro es que las instituciones, las políticas públicas y más en general la política son elementos centrales para comprender la dinámica de la desigualdad y para imaginar escenarios futuros posibles. Así, sostiene que la “primera conclusión es que hay que desconfiar de todo determinismo histórico en este asunto: la historia de la distribución de la riqueza es siempre profundamente política y no podría resumirse en mecanismos puramente económicos”. Que un libro sobre economía destaque el rol de la política y, de forma explícita, del conflicto, como forma de alcanzar cambios a gran escala parece un aporte relevante para una perspectiva de transformación social.

El ojo de la tormenta

El eje de la discusión propuesta por Piketty es la desigualdad y la preocupación por su crecimiento sostenido en las últimas décadas. Esencialmente y de forma muy resumida, lo que Piketty muestra en términos de la tendencia de largo plazo en la desigualdad de ingresos y riqueza para un amplio conjunto de países desarrollados es:
(ii) un crecimiento sistemático hasta la segunda década del siglo XX;
(ii) una fuerte caída de la misma producto de la destrucción masiva de capitales del período 1914-1945 (primera guerra mundial, crisis de 1929, hiperinflaciones y bancarrotas masivas de la década de 1930, segunda guerra mundial);
(iii) un período de algo más de treinta años en los que tanto la acumulación de capital como la desigualdad se mantuvieron en niveles bajos como consecuencia de la batería de agresivas políticas redistributivas ensayadas en los países capitalistas desarrollados, y
(iv) un posterior repunte cuando esas políticas se levantaron (Reagan y Thatcher mediante) en la década de 1980 que persiste hasta la actualidad. De este modo, la desigualdad observada hoy en varios de estos países se asemeja a la constatada en el período previo a la crisis de 1929.
Que la desigualdad debería ser una de las preocupaciones centrales de la economía puede parecer de Perogrullo para cualquier no-economista, pero como se dice el sentido común no suele ser el más común de los sentidos, afirmación dos veces cierta en economía. Identificar a la desigualdad como principal problema de la economía es como se señaló, una idea muy vieja. En las últimas décadas sin embargo esta idea fuerza había perdido pie hasta el punto que se sostuvo que no era un tema relevante a considerar en absoluto. De hecho, economistas de gran relevancia como el ganador del premio Nobel Robert Lucas llegaron a afirmar que “de las tendencias más dañinas para la economía, la más seductora, y en mi opinión la más venenosa, es poner el foco en la distribución.” Por tanto, el sólo hecho de poner a la desigualdad de vuelta en el centro del debate económico a escala mundial es un mérito relevante, un aporte significativo tanto para la disciplina como para el debate público. Adicionalmente, no parece exagerado pensar que el éxito sin precedentes alcanzado por “El capital en el siglo XXI”hará que muchos jóvenes investigadores se vuelquen a esta área de estudio con evidentes beneficios tanto técnicos como políticos. 
De modo de calibrar la importancia de este aporte, vale la pena considerar brevemente alguna de las críticas más representativas. En uno de los ensayos críticos más potentes realizados, Deirdre McCloskey[4] ataca directamente no ya al argumento sino a la preocupación central de Piketty, poniendo en palabras lo que sigue siendo el sentir de muchos economistas conservadores: la desigualdad no es relevante. En esencia, el planteo giro en torno a la idea que independientemente de los cambios en el nivel de desigualdad, lo verdaderamente relevante es la elevación en el largo plazo del nivel promedio de vida de la población mundial. Así, el capitalismo habría logrado sacar a millones de individuos de la pobreza y, salvo que se interfiera con su dinámica virtuosa, logrará sacar de la pobreza al grueso de la población mundial en los próximos cincuenta años. El planteo, conocido para todos quienes recuerden la teoría del derrame, parece algo fuera de moda y de hecho lo está, pero es bueno recordar que aún existen exponentes de gran porte provenientes de la derecha levantando esas banderas, para no perder la brújula al momento de discutir sobre estas cuestiones[5]. El argumento está de todos modos brillantemente ejecutado, y conviene leerlo con cuidado para afinar los argumentos propios. Sin ánimo de intentar una respuesta en estas apretadas líneas, vale la pena de todas formas plantear que hay algo de fantasía en el discurso de McCloskey y en buena parte del discurso de la derecha a nivel global: no existe tal cosa como economías puras de mercado, al menos no en los países que han sido relativamente exitosos en mejorar los estándares de vida de proporciones significativas de la población (como los países europeos después de la segunda guerra mundial). En efecto, los “mercados” como mecanismo asignador de recursos, a los que se les asigna todas las virtudes del crecimiento económico y de la mejora “en cuerpo y espíritu” del nivel de vida de la población, opera en el marco de un conjunto muy denso de instituciones que no funcionan bajo esta lógica. El Estado en tanto proveedor de bienes y servicios para la población y como redistribuidor de recursos por medio de impuestos y transferencias, los sindicatos y las diversas organizaciones empresariales y su disputa por la distribución del producto, las leyes de regulación del mundo del trabajo y de mercados de múltiples bienes y servicios, y todas las interacciones y pujas entre estas y otras instituciones modifican sustantivamente los productos de la asignación de recursos del mercado y son las responsables de las mejoras observadas en el nivel del vida de algunos países[6].
No sólo desde tiendas de derecha se ha criticado a Piketty por su énfasis en la desigualdad como eje central de su estudio. Por ejemplo, desde perspectivas asociadas al marxismo (ver por ejemplo la estupenda columna de Galbraith) se le ha criticado al francés que el foco sobre la desigualdad ha dejado en la oscuridad el verdadero problema que es la explotación, siendo la desigualdad una mera consecuencia de la explotación a los trabajadores por parte de la clase capitalista. Más en general, el trabajo en sí mismo no aparece como categoría de análisis en la obra de Piketty. Tal vez más preocupante aún es la ausencia de un encare sistemático del desempleo como problema económico asociado también a la desigualdad, ausencia particularmente llamativa en un contexto en que el desempleo se volvió un problema relevante en el mundo desarrollado. Las críticas en esta dirección me parecen adecuadas, y sin dudas es una de las dimensiones en las que debe ser complementado el marco teórico propuesto por Piketty para darle mayor poder explicativo. Sin embargo, me resulta absolutamente exagerado pretender descartar la perspectiva del libro por este motivo, en la medida que desde el momento en que se posiciona a la desigualdad como problema central de la economía, el terreno se allana para discutir todas las posibles explicaciones de sus orígenes. Además, si bien no hay una teoría del valor como la de Marx en el planteo de Piketty, sí está presente la idea de la posesión o no de medios de producción como elemento clave para comprender la dinámica de la desigualdad. En ese sentido, desde el punto de vista estrictamente táctico si se quiere, parece más razonable en todo caso apoyarse en Piketty para proponer saltos conceptuales más agresivos que torpedearlo.

La ley y el orden

Otra dimensión en la que el francés hace un aporte a mi juicio relevante para la construcción de una visión transformadora es en su intento de elaboración de una visión holística y de largo plazo del problema de la desigualdad. En un tiempo en que el formato de conversación científica por excelencia es el artículo científico y en el que, como es razonable y hasta deseable, las disciplinas científicas se especializan crecientemente, la propuesta de un libro densamente argumentado que construye desde la observación de datos de largo plazo una teoría relativamente general con pretensiones de explicar los grandes movimientos observados en la desigualdad dentro de los países capitalistas resulta destacable. Es que en el fondo, para facilitar el debate y en particular la discusión de alternativas a la vez atrevidas y viables, es de una importancia difícilmente ponderable la construcción de un relato con validez general apoyado en sólida evidencia empírica. Leyes, digamos. Si además este ejercicio se desarrolla, como lo hace el francés, apoyándose en la frontera del conocimiento en los temas relacionados con la desigualdad, el resultado es doblemente potente. 
Escapando a la lógica habitual, el modelo propuesto es matemáticamente sencillo. De hecho, en una declaración absolutamente atípica para un economista del calibre de Piketty, afirma que “los modelos teóricos, los conceptos abstractos, y las ecuaciones (…) también juegan un cierto rol en mi análisis. Sin embrago este rol es relativamente modesto y no debería ser exagerado. (…) Los modelos son un lenguaje que puede ser útil solo si se combina con otras formas de expresión, reconociendo que todos somos parte del mismo proceso deliberativo plagado de conflictos.” Piketty ofrece un marco sencillo compuesto por tres relaciones, dos leyes y una contradicción (la elegancia del planteo es innegable). Se explican de forma minimalista en la nota técnica, los lectores no amantes de las matemáticas pueden saltearlo.


Nota técnica:

Las tres relaciones más importantes que plantea el libro son:
(1) r=B/K:la tasa de rendimiento del capital (r) equivale a la masa de ingresos que reciben quienes lo poseen (B) en relación al stock de capital de la economía (K).
(2) 𝞫=K/Y. La letra griega “beta” representa el stock de capital de la economía expresado en años de ingreso nacional (Y).
(3) 𝞪=B/Y: La letra griega “alfa” representa la masa de retornos del capital en relación al producto (dando una idea de distribución del ingreso entre trabajo y capital).
La primera ley fundamental del capitalismo es una identidad contable que establece que 𝞪=r x 𝞫. Piketty entiende que aunque es esencialmente una identidad contable, es fundamental pues vincula las tres variables más importantes para el análisis del capitalismo, es decir, la participación de los ingresos asociados a la posesión del capital, la tasa de retorno del mismo y el stock de capital de la economía.
La segunda ley fundamental del capitalismo establece que  𝞫=s/g, es decir, que el stock de capital expresado en años de producto depende de la tasa de ahorro de la economía (s) y su tasa de crecimiento (g). La idea es que en economía con bajo crecimiento, el capital acumulado en períodos anteriores tiende a pesar desproporcionadamente en la economía.
Por último, la contradicción principal del capitalismo viene dada por la desigualdad r>g, que intuitivamente establece que si el retorno del capital es mayor que la tasa de crecimiento de la economía, entonces el capital va a tender a tener una mayor participación en el producto conforme pasa el tiempo empeorando seriamente la distribución la riqueza (y por su intermedio la del ingreso), y por lo tanto quienes lo posean detentarán más poder.


A lo largo del siglo XX, el stock de capital siguió una pronunciada forma de "U”: partió de niveles altos, cayó fruto de las dos guerras mundiales, la crisis de 1929 y los impuestos progresivos al ingreso y las sucesiones (de carácter “confiscatorio”) que operaron en los países desarrollados hasta la década de 1980, y se disparó una vez éstos fueron eliminados. La participación de los beneficios en el total de los ingresos (𝞪) sigue una forma similar aunque menos pronunciada, dado que la acumulación de capital (𝞫) hace bajar su precio (r) y neutralizaría parte del efecto (ver primera ley). Justamente, el período en el que la distribución no empeoró, la r (después de impuestos) fue más baja que la g. Cuando volvió a cumplirse la desigualdad r>g, la tendencia habitual vuelve a cobrar fuerza. Actualmente la situación en términos de las principales variables y de la desigualdad en general (tanto de ingresos como de riqueza) se aproxima a la de finales del siglo XIX y principios del XX.

La osadía de proponer una teoría general viene al alto costo de ofrecer un flanco enorme que los interesados en rebatir e incluso defenestrar al francés y su obra no han dudado en explotar[7]. Este sencillo marco teórico permite una lectura clara de la evolución de la desigualdad en el siglo XX, y permite además advertir algunos de los riesgos más importantes de cara al siglo XXI: si tal como se prevé la tasa de retorno del capital supera de forma sistemática a la tasa de crecimiento de la economía, no hay razones para esperar que la participación del capital en el conjunto de la economía retroceda. Partiendo de la base de una distribución del capital fuertemente concentrada, esto implicaría un creciente empeoramiento en la distribución tanto de la riqueza como de los ingresos que provienen de ella. Pero desde mi punto de vista el problema central que plantea Piketty, incluso más que con la obscena desigualdad en la distribución de riquezas e ingreso, tiene que ver esencialmente con la democracia: si el capital crece en importancia y se concentra aún más, esto quiere decir que el conjunto de decisiones sobre qué producir, cómo producir y para quién producir, serán tomadas por un puñado de personas cada vez más pequeño. Es decir, aunque las predicciones optimistas de McCloskey se cumplieran y grandes contingentes de seres humanos abandonaran las condiciones de privación a la que están sujetos en las próximas décadas (difícil que el chancho chifle), algunas de las decisiones más importantes que pueden tomar las sociedades como colectivo serán tomadas por unos pocos. Naturalmente, esto ya sucede, pero la tendencia a su lento empeoramiento debería despabilar al borracho. Se me ocurren pocas razones por las que, desde una lógica estrictamente asociada al funcionamiento democrático de una sociedad, sería razonable permitir el desarrollo de una dinámica de la naturaleza de la predicha por Piketty. Las grandes explicaciones del francés, más cerca o más lejos de la realidad, permiten al menos centrar la atención en algunos temas de importancia capital para la izquierda como la democracia y la igualdad.

Ni poco ni tan descabellado

Es sin embargo en el terreno de sus propuestas de política donde creo que el aporte es más claramente visualizable. El “llamado a las armas” (como lo denominó Krugman)dePikettycontiene un conjunto de planteos que refieren esencialmente a la política tributaria, con al menos tres grandes virtudes.
En primer lugar, propone un conjunto impuestos agresivos que operan no de forma parcial sino sobre todo el proceso de acumulación y reproducción del capital:
(1) impuestos progresivos confiscatorios a los ingresos muy altos, de forma de evitar que se capitalicen en nueva riqueza, que a su vez se traduce en nuevos ingresos y así sucesivamente en un efectos bola de nieve altamente peligroso;
(2) impuestos progresivos a las sucesiones, de forma de frenar el incremento de la participación de la riqueza heredada en el total de la riqueza y entorpecer el proceso de reproducción intergeneracional de la desigualdad;
(3) impuestos a la posesión de riqueza, que como plantea el proprio francés “la función principal del impuesto sobre el capital no es financiar al Estado Social, sino regular al capitalismo”, en particular transparentando el verdadero stock de activos que posee cada individuo.
La segunda gran virtud es que propone algo que conocemos, algo que la humanidad ya ha ensayado con resultados positivos en términos de control de la desigualdad. Es cierto, propone impuestos muy agresivos, pero no más que los que los países desarrollados desplegaron en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. No olvidemos que el tasa marginal del impuesto a los ingresos de EEUU (lo que vendría a ser la tasa al último tramo del IRPF en Uruguay, actualmente de un 30%) fue en promedio en los 30 años posteriores a 1945 de un 81%. Durante la segunda guerra mundial era de un 94%. Es decir, eso de confiscatorio no es una metáfora, se topeaba de hecho los ingresos que una persona podía percibir. Otro tanto puede decirse de los impuestos a las sucesiones o al capital, donde ya han existido experiencias exitosas. Por supuesto, esto está pasado de moda hoy, y por tanto es doblemente destacable la insistencia en volver a este tipo de políticas redistributivas agresivas.
Por último, y es ésta la razón por la que hasta sus aliados más próximos lo han tratado de utópico: propone que estos impuestos operen a escala global, o al menos regional. La idea es sencilla, si el capital es internacional, si se mueve de un país a otro con libertad, ningún país individualmente considerado tendrá incentivos a gravar fuertemente al capital ni a los altos ingresos porque esto podría generar una fuga de los mismos. La competencia entre Estados asegura entonces las altas rentabilidades y la reproducción del capital y la profundización de la desigualdad (en el contexto de tasas de crecimiento bajas, ver nota técnica). En ese sentido, no se me ocurre nada más que tenga algo de sentido que la idea de gravar a un capital que es global con un impuesto también global. Esta perspectiva internacional, que por supuesto implicaría, de pique, la construcción de una institucionalidad supranacional como la humanidad no ha conocido, es la única capaz de dar cuenta y de combatir las tendencias a la concentración de la riqueza denunciadas por Piketty. La dificultad de implementar algo así es infinita, pero parece la única vía.  
Por las tres razones expuestas, entiendo que el planteo de Piketty implica una visión a la vez (muy) agresiva y viable, y por tanto parte de las medidas que la izquierda a escala global debería demandar. Sin embargo, si bien es en el terreno de las políticas tributarias donde Piketty ha puesto el foco y es en torno a lo que buena parte de la discusión sobre las propuestas de Piketty ha girado, no son las únicas. Quisiera destacar dos: el rol del Estado de Bienestar y de las formas de propiedad alternativas del capital. Piketty desarrolla una larga exposición, a la que le dedica un capítulo completo, sobre el rol del “Estado social” en el siglo XXI. En la misma, aborda distintos temas asociados no sólo a la matriz de protección social del Estado, sino también a temas de gran envergadura como la educación y la difusión del conocimiento, a las que define nada menos que como la “principal fuerza de convergencia” (en términos de desigualdad) tanto entre países como dentro de los mismos. No es extraño, sin embargo, que un economista europeo hable en estos términos, está dentro del libreto. Resulta sí más llamativo su posicionamiento en términos de las formas de propiedad del capital. En efecto, señala sobre el final del libro su posición con una claridad meridiana: “De manera más general, para concluir me parece importante insistir en que una de las grandes apuestas para el futuro es, sin duda, la creación de nuevas formas de propiedad y control democrático del capital (…) Sin verdadera transparencia contable y financiera, sin información compartida, no puede haber democracia económica. Y al contrario, sin derechos reales de intervención en las decisiones (como derecho a voto de los asalariados en los consejos de administración), la transparencia no sirve de mucho. (…) Para que la democracia llegue un día a retomar el control del capitalismo, se debe partir del principio de que las formas concretas de la democracia y del capital siempre tienen que estarse reinventando.”
En un contexto en que parece difícil pensar en una clase trabajadora tomando por asalto los medios de producción del mundo, las propuestas desplegadas por Piketty lucen potentes. Diría más, entiendo que perfectamente podrían formar parte de lo que desde mi perspectiva debería ser el núcleo duro de cualquier programa netamente socialista.
(1) Impuestos con una perspectiva internacional capaces de poner coto a los crecientes niveles de concentración de la riqueza, con el objetivo deliberado de no sólo financiar al Estado de Bienestar sino además de ejercer cierto control democrático sobre el capital.
(2) Fomento a formas alternativas de propiedad y de control democrático del capital, que promuevan no sólo valores de solidaridad y democracia sino que además permitan a los trabajadores ganar poder de decisión sobre los procesos productivos y, de paso, mejorar la distribución de la riqueza. Ambas dimensiones, como bien señalaba Adam Smith en 1776, están íntimamente relacionadas: “Wealth, as Mr. Hobbes says, is power”.
(3) El fortalecimiento de un Estado de Bienestar que será siempre necesario, incluso (tal vez en particular) en el marco de una economía socialista ya que: (i) hay bienes y servicios que deben ser proveídos siempre por el Estado en la medida que son derechos humanos; (ii) incluso en lógicas de socialismo de mercado (es decir, de unidades productivas controladas por trabajadores coordinando sus decisiones a escala macro de acuerdo al sistema de precios) la red de protección social del Estado es fundamental para asegurar los niveles de vida de los trabajadores a la vez que se permite el dinamismo (típico de capitalismo pero no exclusivo de él) de la lógica de destrucción creadora schumpeteriana; (iii) siempre existirán eventos en la vida de las personas que justificarán la presencia de un Estado de Bienestar sólido tales como la dependencia asociada al ciclo de vida (esencialmente a la niñez y a la vejez) así como a la discapacidad en todas sus formas.

Un granito de arena

He intentado argumentar por qué Piketty, su libro y el fenómeno que ha generado son un aporte para la construcción de una visión transformadora desde una perspectiva de izquierda, y en particular de lo que podríamos llamar (de forma atrevida dicho sea de paso) de izquierda socialista. Todo parece indicar que, conforme nos movemos más a la izquierda del espectro político, opiniones de esta naturaleza pierden fuerza, y puedo entender por qué. Pero también he creído siempre, para ponerlo en términos tan directos como sea posible, que la diferencia esencial entre un “ultra” y vastos conjuntos de ciudadanos y ciudadanas de izquierda, más que la radicalidad de su perspectiva, siempre cuestionable por cierto, es su completa incapacidad para distinguir con claridad entre aliados, adversarios y enemigos. Y eso es en parte lo que opera en esta discusión. Más allá de los bemoles, matices y diferencias sustantivas que se puedan tener con el planteo de Piketty, ha conseguido poner a las palabras capitalismo, desigualdad, riqueza y democracia a dialogar entre sí en el centro de un inmenso debate mundial. Y lo ha hecho proponiendo un set de medidas que nada tienen que envidiarle a los programas políticos más agresivos y avanzados. Concedámosle, al menos, que ha aportado su granito de arena. Considerando que a escala global todo parece indicar que vamos perdiendo, torpedearlo se parece más a un derroche de energía o a un ejercicio intelectual onanístico que a otra cosa. Parece más razonable apuntar las baterías en la dirección correcta. Hacia ellos, digamos.

[1] Esta columna es en gran medida fruto del trabajo colectivo desarrollado en el Instituto de Economía de la Universidad de la República. En particular, estas reflexiones surgen de largas discusiones con Andrea Vigorito, Gabriel Burdín e Ignacio Pardo (Facultad de Ciencias Sociales). Algunas de las ideas expuestas pueden encontrarse en la edición del 01/08/2014 de Brecha o en una separata a ser publicada próximamente en la revista Lento de La Diaria.

[2] Este tipo de abordajes puede encontrarse en las publicaciones referidas en el pie de página 1.

[3] Aunque no es raro escuchar que los economistas son formados con una matriz acrítica y desvinculada de estas temáticas, estoy convencido que ese no es el caso de Uruguay, donde por ejemplo los temas relacionados con la desigualdad, sus causas, consecuencias y medición están presentes, si bien no en todas las materias, a lo largo de todo el proceso de formación de los economistas. Naturalmente, este tema excede por completo los objetivos de esta columna.

[4] El ensayo de McCloskey, desde la perspectiva de quien escribe estas líneas, es probablemente la crítica de derecha al libro más brillante escrita hasta el momento. 

[5] Por una revisión más detallada de la crítica de McCloskey, ver separata a ser publicada próximamente en la revista Lento de La Diaria.

[6]De hecho, ni siquiera las unidades productivas por excelencia de los países capitalistas avanzados, las empresas multinacionales, operan bajo la lógica de mercado. Tal como plantea Roemer, son esencialmente organizaciones centralmente planificadas con transacciones internas no determinadas por los precios relativos. Cualquier similitud con el Gosplan [Comité para la elaboración de los planes quinquenales en la Unión Soviética] es pura coincidencia.  

[7] Ver McCloskey, Acemoglu y Robinson, Sala i Martin, Rogline. Por una revisión sistemática de las críticas a las leyes de Piketty ver separata a ser publicada próximamente en la revista Lento de La Diaria.

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